Buscando un Inca: identidad y utopía en los andes- Alberto Flores Galindo.

¿Qué es lo andino? Antes que nada, una antigua cultura que debería ser pensada en términos similares a los que se utilizan con los griegos, los egipcios o los chinos, pero para ello hace falta que este concepto por crearse desprenda de toda mitificación. La historia ofrece un camino: buscar las vinculaciones entre las ideas, los mitos, los sueños, los objetos y los hombres que los producen y los consumen, viven y se exaltan con ellos. Abandonar el territorio apacible de las ideas desencarnadas, para encontrarse con las luchas y los conflictos, con los hombres en plural, con los grupos y clases sociales, con los problemas del poder y la violencia en una sociedad. Los hombres andinos no han pasado su historia encerrados en un museo imposible.

En la sierra peruana, por ejemplo, los campesinos hoy día no se definen como andinos o indígenas- a pesar del pasado común-,sino que habitualmente recurren al nombre del lugar donde han nacido, la quebrada o el pueblo tal. Una conciencia localista… La idea de un hombre andino inalterable en el tiempo y con una totalidad armónica de rasgos comunes expresa, entonces, la historia imaginada o deseada, pero no la realidad de un mundo demasiado fragmentado.

La difusión geográfica de la cultura andina contemporánea corresponde con los territorios más atrasados del país, con las áreas donde ha persistido un volumen mayor de población indígena y donde existen más comunidades campesinas. Hay una correlación evidente entre cultura andina y pobreza.

La utopía en los andes alterna períodos álgidos, donde confluye con grandes movimientos de masas, seguidos por otros de postergación y olvido. No es una historia lineal. Por el contrario, se trata de varias historias: la imagen del inca y del Tahuantinsuyo depende de los grupos o clases que las elaboren.

Todos estos sueños se insertaban en la vida cotidiana de los pueblos y tenían un momento privilegiado de realización: los carnavales, esos días en los que el orden se invertía, los de abajo se adueñan de las plazas públicas, se abrían paso la risa y la burla de todas las jerarquías. Entonces todo quedaba permitido. El carnaval era un elemento central en la cultura popular que evitaba los riesgos de una confrontación abierta pero que mantenía vivas, en los festejos y los rituales de carnestolendas, a las utopías prácticas.

El desarrollo de la imprenta fue un factor decisivo en la popularización de los libros de caballería, todos ellos dispuestos a la acción, modelos de valor y de nobleza, capaces de afrontar las más difíciles hazañas, mostrando que entonces ser joven era “tener fe en lo imposible”. Estos libros vinieron con el equipaje de los conquistadores. Les sirvieron de pauta para leer el paisaje americano.

Para judíos y milenaristas, para todos los rechazados del viejo mundo, América aparecía como el lugar en el que podrían ejecutar sus sueños. Surge, de esta manera, la convicción según la cual “Europa crea las ideas, América las perfecciona al materializarlas”. El territorio por excelencia de las utopías prácticas. Cuando las huestes de Pizarro recorran los andes, no faltarán cronistas que crean ver un país en el que no existe el hambre, reina la abundancia y no hay pobres.

Los españoles trasladan a América su noción de culpa. La introducen en los vencidos como medio para dominar sus almas. La imaginación europea de entonces está poblada de demonios y genios del mal.

El paso de un ciclo a otro, cada uno de los cuales tendría una duración aproximada de 500 años. En Morúa significa tanto “volver la tierra” como “quitar y desheredar lo suyo. Todos estos contenidos no resultan necesariamente alternativos. Aluden al tránsito de una edad a otra, pero también al resultado, es decir, la inversión de las cosas. Representaciones del mundo al revés se pueden observar en los huacos mochicas a través de imágenes como el  escudo y la porra atacando al guerrero.

En el Taqui Onqoy se pude advertir un cambio significativo. No es un grupo étnico que emprenda solitariamente la lucha para regresar al orden anterior; los sacerdotes hablan de la resurrección de todas las huacas, desde Quito hasta el Cusco. Las dos más importantes son la huaca de Pachacamac, en la costa, cerca de Lima, y la huaca del lago Titicaca, en el altiplano aymara.

El cristianismo es una religión de la palabra: privilegia la transmisión oral, la lectura y el comentario de los textos sagrados, la prédica y el sermón, la confesión y la absolución. Pero la palabra no solo transmite el mensaje revelado: lleva también la muerte para cuerpos que, a diferencia de los del viejo mundo, no están suficientemente inmunizados.

Hijos de la conquista, jóvenes a los que por padre y madre correspondía una situación de privilegio y cuando menos expectante, terminaron rechazados por los españoles cuando estos deciden organizar sus familias, acabar con el concubinato y reemplazar a sus mujeres indias por españolas; para sus madres, esa primera generación de mestizos traía el recuerdo de la derrota y el menosprecio por la presunta violación. Hijos naturales, carecían de un oficio, no podían tenerlo. Engrosaron las filas de los vagabundos a los que solo quedaba la posibilidad cada vez más lejana de buscar nuevas tierras o de enrolarse en el ejército para combatir a indios poco sumisos como eran los araucanos. Recibieron el apelativo genérico de “guzmanes”. Aquellos mestizos que no arriesgaban su vida en cualquiera de estas empresas, terminaron como ese hijo de Pedro de Alconchel, trompeta en Cajamarca, y una india de la tierra, dedicado a la bebida, consumido en medios de una existencia pobre y miserable en el pueblito de Mala.

“Hombres de vidas destruidas” los llama un funcionario colonial. No exageraba. En ellos la identidad era un problema demasiado angustiante. Algunos motines encontraron entre los mestizos a personas dispuestas a cualquier asonada. Personajes como estos alentaron a Titu Cusi y es posible que algunos asistieran desesperanzados a la muerte de Túpac Amaru I.

Algo similar ocurrió con la conquista del Perú. Para entender este cataclismo, los hombres andinos tuvieron que recomponer su utilaje mental. El pensamiento mítico no les hubiera permitido situarse en un mundo radicalmente diferente. Tampoco podían asumir el cristianismo ortodoxo. Los personajes podrán ser los mismos- Cristo, el Espíritu Santo, el rey- pero el producto final es inconfundiblemente original. América no realiza solo las ideas de Europa. También produce otras.

La utopía andina no es únicamente un esfuerzo por entender el pasado o por ofrecer una alternativa al presente. Es también un intento de vislumbrar el futuro. Tiene esas tres dimensiones. En su discurso importa tanto lo que ha sucedido como lo que va a suceder. Anuncia que algún día el tiempo de los mistis llegará a su fin y se iniciará una nueva edad.

Pablo Macera ha observado sutilmente que los andinos- ricos o pobres, señores o campesinos-, todos fueron hombres de a pie. A falta de signos exteriores y visibles (como el ir a caballo), en los Andes, quienes detentaban el poder político o religioso, debieron conformar un complejo aparato simbólico.

Tanto en España como en América, a comienzos del siglo XVII, se imponían prácticas absolutistas y excluyentes, que buscaban integrar a los países eliminando y suprimiendo lo extraño y diferente. Persecución de los mendigos y pobres, intentos de confinarlos en casas de reclusión. Temor ente los locos que conduce a concebir los futuros manicomios. Encierros y miedos.

¿Por qué los sacerdotes indígenas conseguían tantos seguidores? ¿En qué radicaba su superioridad sobre los curas católicos? Los documentos dan una respuesta. Los sacerdotes indígenas saben interrogar a los dioses andinos y estos, por su mediación, pueden dirigirse a los hombres. No son ídolos silenciosos: los mallquis y conopas, las huacas y adoratorios, mediante rituales y sacrificios se insertan en la vida cotidiana de todos. No es la prédica desde un púlpito o el confesionario reclamando la autoinculpación. La religiosidad andina permite vivir y resolver problemas muy inmediatos.

¿Cuáles son los instrumentos a los que recurren quienes combaten la idolatría? La confesión y la prédica pueden ser útiles en un primer enfrentamiento. La reconquista de las almas, sin embargo, es una tarea de largo aliento, en la que es imposible saber de antemano cuándo termina y para la cual es precisos disponer de algunas instituciones más duraderas que la palabra. Instituciones que preserven y garanticen el terreno recuperado y que ayuden a conservar a la oveja dentro del redil. Dos serán las instituciones utilizadas: la cárcel y la escuela.

La doctrina se impone sobre la comunidad. La iglesia organiza el espacio y la vida de los fieles. Pero tendrá que hacer concesiones. La idolatría será llamada curanderismo y se admitirá que sean empleadas hierbas y cuyes para tratar a los enfermos. La coca y la chicha, toleradas. Los rituales convertidos en prácticas folclóricas. Los límites de los que hasta aquí aparece como victoria de la iglesia, quedan en evidencia al considerar que si bien los curas católicos pudieron demostrar que tenían más poder que los hechiceros, no conseguirán nunca enrolarlos en sus propias filas. País cristiano, pueblo creyente, pero con escasas vocaciones religiosas. Santos criollos y mulatos pero no indios

Esos tres rebeldes llegaron hablando del Inca pero enseguida los denunciaron y apresaron. Era la región habitada por los Huancas, quienes durante la conquista fueron aliados de los españoles en contra de los cusqueños. El nombre de Atahualpa no traía recuerdos necesariamente positivos. Juan santos podía enrolar a personajes desarraigados, indios forasteros, mestizos vagabundos pero no a indios de comunidades, que constituían el grueso de la población en esa zona.

Cuando en 1970 los franciscanos comenzaron sus primeros intentos para restabkecer sus misiones, observaron que los nativos eran particularmente renuentes a vivir en pueblos. Para los frailes todo se explicaba por su natural ociosidad. Esa vocación instintiva por el vagabundaje, que espanta e indigna a los predicadores, es vista como contrapuesta no solo al cristianismo, sino a la condición misma de ser humano. A veces los nativos simulan tolerar la civilización. “Hacen allí sus casas y chacras, y permanecen hasta que el religioso le haya provisto de herramientas, y en hallándose surtidos, lo abandonan todo para vivir donde se encuentra la pesca y cacería más abundante”… todo se sustenta en una agricultura incipiente y rotativa, en la caza, en la recolección y en la pesca. De esta manera consiguen los nativos mantener el equilibrio con un medio ecológico nada apto para una agricultura sedentaria y menos intensiva. Viven trasladándose de un lugar a otro para de esa manera vivir sin destruir la vegetación.

Lo que allí sucede en la primera mitad del siglo XVIII es, sin exageración alguna, un etnocidio. Se combaten a los dioses, se trastoca un estilo de vida y se extermina a los habitantes. La prédica del cristianismo estaba estrechamente vinculada con la imposición del mundo occidental.

El éxito de Juan Santos estuvo en ese rechazo al mundo occidental, que se tornó drástico a medida que pasaban los años. Paralelamente se fue identificando más con los nativos. Para ellos triunfar no significa coronar a un Inca en Lima, sino volver a un orden anterior, demasiado cercano y, en cierta manera, accesible.

En el caso de Juan Santos, esa paradójica confluencia entre el éxito y el fracaso, encierra el mismo problema que encontraremos en 1780 con los tupamaristas y después con otras rebeliones andinas. La incapacidad para orquestar voluntades, las dificultades para constituir un movimiento social. Al parecer, empleando las mismas palabras de un fiscal español, indios y nativos no eran de la “misma naturaleza”, es decir, no compartían los mismos intereses. Estas voluntades contrapuestas expresan, en última instancia, no solo espacios diferentes sino tiempos igualmente contrastados. Y hasta experiencias históricas vividas de manera muy distinta según se trate de un habitante de la sierra central o del sur andino. Dilucidar estas cuestiones permitiría saber por qué este país de tan antigua historia campesina y que además ha soportado una dura imposición colonial, no ha producido una revolución social exitosa. La tarea ha sido postergada de una generación a otra.

Si lo que empieza con el ajusticiamiento de un corregidor deriva en un movimiento de masas rápidamente propalado por todo el sur andino, quizá se deba en parte a que ese acontecimiento aparece como la culminación o el punto más alto de un prolongado ciclo de rebeliones que convulsionan a todo un siglo. ¿Por qué se inició una revolución popular en el Cusco el año 1780? Para responder es necesario desechar cualquier explicación que busque reducir el fenómeno a términos tan abstractos como la “explotación colonial”. No se trata de reconstruir con tonos sombríos el cuadro de la miseria en el virreinato y voltear la página para en seguida describir al movimiento tupamarista, porque la revolución no sucedió en cualquier momento: tuvo un escenario y una fecha precisos. Hace falta entonces pensarla históricamente, es decir, acatar una cronología e inscribirla en una totalidad social.

Para poder admitir que la “corona” se vuelva “mascaipacha” hace falta no solo que la explotación se torne insoportable, sino que además los rebeldes encuentren sustento y explicación a sus actos en una cultura, en una concepción del mundo propia, elaborada a lo largo de muchos años navegados contra la corriente dominante.

¿Qué es lo que ha ocurrido? No es solo un problema de la élite indígena. La vieja situación de subordinación de la república de indios respecto de la república de españoles, establecida hacia 1560, ha variado y se tiende a una nueva relación, donde un sector de la población indígena comienza a diferenciarse de los campesinos, penetra en otras actividades económicas y consigue formar linajes y acumular alguna riqueza, compitiendo con los españoles, a veces con éxito. Es así como procesos económicos, que solo podemos suponer a falta de mayores investigaciones, erosionaron una estructura social que se pretendía rígida y que reposaba en la equivalencia entre casta y clase. Un indio debía ser campesino; pero al promediar el siglo XVIII, un indio-orgulloso de esa condición y consciente de su pasado familiar y colectivo- podía prestar dinero a un español, disputar jurídicamente, adquirir propiedades, tener influencia en el comercio local, enfrentarse a los corregidores e incluso a la propia Audiencia de Lima.

Tras el enfrentamiento subterráneo- que señalábamos- entre Lima y provincias, está también otro conflicto que asigna de hecho un contenido “antifeudal” al alzamiento. Túpac Amaru se referirá explícitamente a las grandes propiedades y atacará a la servidumbre.

El historiador chileno Jorge Hidalgo advirtió que la idea de una vuelta al Inca se propalaba en las chicherías del Cusco: en el encuentro  entre desconocidos, en medio de la complicidad y la libertad que confiere una cierta ebriedad; al compás de los vasos de chicha o aguardiente, se hablaba de estos temas. Indio con tiempo libre y con dinero, parecen razonar los españoles, es indio perdido.

Según los más entusiastas, Túoac Amaru disponía de seis cañones y 200 arcabuses. En realidad, la mayoría de sus hombres estaban armados con lanzas, cuchillos, rejones, hondas y piedras. Los dirigentes que habían proyectado la revolución, no contaron ni con el dinero, ni con la capacidad organizativa para armar a sus eventuales seguidores. Estos tuvieron que buscar sus armas arrebatándoselas a los españoles y, cuando no era posible, convirtiendo en armas sus propios instrumentos de trabajo o cualquier cosa, como piedras por ejemplo.

Los españoles superaban a los rebeldes en lo que en términos militares se llamaría potencia de fuego. En número de efectivos, fueron quizá equiparables porque junto o tras de cada columna de soldados, iban indios movilizados por curacas fieles, corregidores o curas. Se propusieron no dejar ningún rescoldo, temiendo que pudiera reaparecer ese gran incendio que había sido la rebelión tupamarista. Se ensañaron con los insurgentes y sus familiares. Querían limpiar “de este campo la cizaña para que no sofoque el poco grano…”, como decía agosto de 1782 el oidor Mata Linares.

La violencia tiene una dimensión cualitativa: importa saber no solo cuántos murieron sino cómo, la manera en que unos hombres privaron la vida de otros. Los testimonios insisten repetidas veces en la ferocidad de los rebeldes, desmintiendo la imagen del indio tímido, dispuesto a huir ante las armas de fuego.

En cualquier revolución resulta indispensable definir quiénes son los aliados y quiénes los enemigos. Al principio la demarcación parecía demasiado clara: todos los nacidos aquí y los otros; los indianos frente a los europeos. Pero a medida que se desencadenaron los acontecimientos y, sobre todo, cuando la violencia se hizo presente, la línea divisoria se desplazó para separar ahora a realistas e insurgentes: el criterio era la práctica, los que estaban en uno y otro ejército. Al final insurgente se convirtió en sinónimo casi exclusivo de indio, mientras tanto el término español se expandió incluyendo a europeos, pero también a criollos, curacas ricos, algunos mestizos. El temor a una revolución radical hizo que muchos prefirieran defender un orden que, aunque no los beneficiaba, les otorgaba algunas mínimas prerrogativas.

Para que la tierra se abra y se produzca un nuevo tiempo, hacen falta sacrificios. Matar españoles se inserta también en una imagen del cambio como inversión total: el pachacuti es violento, está acompañado por nuevos sufrimientos, es tan doloroso como cualquier parto. La convicción de su llegada permite también sobrepasar las peores pruebas: el arrojo de los indios, que sorprende y anonada a algunos españoles. Para los campesinos de Canas y Canchis, hacerla revolución era ejecutar a escala de toda la sociedad, de todo el cosmos, las peleas rituales que ellos hacían en tiempos de carnavales.

Una revolución implica la quiebra del orden: es el momento en que concepciones postergadas y reprimidas pueden emerger. Esta ocasión resulta más evidente si consideramos que los rebeldes terminaron enfrentados con la iglesia y los curas.

La insurección anterior de Juan Santos Atahualpa había conseguido establecer un reducto inexpugnable en la selva central porque consiguió previamente aglutinarse alrededor de un solo movimiento. En la revolución tupamarista convivían dos fuerzas que terminaron encontradas. El proyecto nacional de la aristocracia indígena y el proyecto de clase (o etnia) que emergía con la práctica de los rebeldes. Al principio todos parecieron aceptar el “plan político de Túpac Amaru. Las divergencias surgieron con la marcha misma de los acontecimientos, a la par que la violencia se desplegaba. Entonces se evidenció que mientras los líderes proyectaban una revolución para romper con el colonialismo y modernizar al país, ampliando las posibilidades para el tráfico mercantil, los campesinos entendieron que eran convocados para un pachacuti: demasiados signos lo venían anunciando.

El ejército tupamarista reproduce la estructura jerárquica de la sociedad colonial. La aparente restauración de la monarquía incaica, en realidad, muestra la incorporación de concepciones patrimoniales entre la aristocracia indígena. Pero al lado del ejército que podríamos llamar regular, se dan una serie de sublevaciones espontáneas y una multitud de pequeños enfrentamientos. Estos se incrementan a medida que pasan los meses y como en ese transcurso la revolución se fue trasladando hacia el sur de la región, en el altiplano terminará predominando la espontaneidad de los alzados.

Para quienes creían que Túpac amaru era un inca, su cuerpo no era el de un reo, sino más bien encarnaba a la misma nación de los indios. Descuartizarlo e incinerarlo era la destrucción simbólica de la realeza incaica. Tiempo después, cuando se establece el armisticio entre Diego Cristóbal y los españoles, este habría reunido los despojos que quedaban de Túpac Amaru II y simbólicamente los enterró en la iglesia de San Francisco del Cusco, con gran pompa en las exequias. Pero al poco tiempo, Mata Linares apresó a Diego Cristóbal y lo condenó a la horca: ya muerto su cuerpo fue también descuartizado y sus casas arrasadas y saladas.

En la contraposición civilización o barbarie, Charles Minguet encuentra resumido todo el problema de un mundo colonial, donde una minoría occidentalizada domina a una mayoritaria población indígena o mestiza que, a su vez, se reconoce en otras tradiciones, menospreciadas y negadas por sus dominadores. Civilización o barbarie fue el problema central planteado por las rebeliones tupamaristas. Ese problema obligó a tomar conciencia de la situación colonial. Nació entonces una suerte de paradigma al que se recurrirá repetidas veces, después de la independencia, para entender a América Latina o el futuro de cada país.

Aguilar tenía una concepción providencialista y mesiánica. No pensaba en su biografía como un producto del libre albedrío. Por el contrario, tanto él como Ubalde se sienten llamados, escogidos, designados. Realizan una misión.

Un factor que distancia al Perú de Europa es el cristianismo. En Francia, la propalación de la razón y las concepciones liberales estuvieron acompañadas por un proceso efectivo de descristianización de la sociedad, tanto en las élites como en las clases subalternas. Una mentalidad profana es el trasfondo del pensamiento crítico. En Europa el milenarismo y el mesianismo eran fenómenos que algunos consideraban superados y cuando surgen, como durante la propia revolución francesa, se los considera anacrónicos: especies de “rebeldes primitivos”. En el Perú, por el contrario, la religión sigue invadiendo todos los ámbitos. No es un problema de desconocimiento, pues se pueden adquirir los libros prohibidos.

Toda revolución requiere de un andamiaje intelectual. Al comenzar el siglo XIX, los criollos del Perú no podían edificarlo recurriendo a los mismos autores que respaldaban las actitudes contestatarias en Europa. Hubiera sido lo natural para enfrentar a una España que persistía anclada en su pasado.

Desde el interior de una sociedad que concibe los procesos oníricos no como el lenguaje del inconsciente, sino como revelaciones (una forma de conocimiento, un anuncio o una respuesta a nuestras inquietudes, un puente entre esta vida y el más allá), ese niño atemorizado ante su futuro personal tendrá un sueño que se convierte en definitorio para su existencia, porque volverá una y otra vez a recordarlo. Este primer sueño es importante por todo esto, pero además porque, en definitiva, el problema de ese niño no era solo un problema particular: se preguntaba por su identidad, como lo hacían también muchos otros recurriendo a la praxis o a la escritura, el año terrible de 1782, en un país convulsionado.

La biografía nos remite nuevamente a la sociedad. ¿Aventura individual o aventura colectiva? Aguilar era un criollo. Pertenecía a esa incierta franja social, pendiente entre la dominación colonial y el temor a la rebelión generalizada que no consigue convertir su descontento en una alternativa. Tenía una articulación muy débil con la sociedad andina, con esos indios que eran la mayoría del país.

En el sueño como en la realidad, en la ficción onírica como en el discurso político, los criollos aparecen entrampados. La promesa implica siempre castigo; la esperanza acarrea alguna sanción.

Para San Alberto el mundo se dividía en dos: los destinados a la salvación y los condenados, los cristianos y los bárbaros, quienes aceptaban el orden colonial y aquellos que osaban rebelarse. Para estos últimos solo quedaba el castigo: “la cárcel, el destierro, el presidio, los azotes, la confiscación, el fuego, el cadalso, el cuchillo, la muerte son penas justamente establecidas contra el vasallo inobediente, díscolo, tumultuario, sedicioso, infiel y traidor a su rey”. No existía lugar para el perdón, únicamente la pena eterna.

La condición social de Aguilar se define solo por negación: no es español y tampoco es indio. Una situación intermedia, difícil de sobrellevar para una persona que además era portadora de una estructura mental dual. Entre arriba y abajo, la cosmovisión andina ha imaginado esos espacios intermedios en lo que todo puede pasar, dominados por una concepción carnavalesca. En este sentido, el criollo Aguilar se parecía a los mestizos: hombres que no pertenecían ni a la república de españoles ni a la república de indios, producto de esa violación colectiva que había sido la conquista, siempre dudando sobre la identidad de sus padres, asediados por un síndrome de bastardía. Todo esto en una sociedad que, así como tenía estos componentes duales en su vertiente andina, exigía desde el lado occidental una adscripción clara e inamovible en un grupo determinado. Pensemos en la autohumillación de un niño que en sus fantasías se imagina expósito.

Aguilar no se dejó doblegar fácilmente por sus pesadillas. Aunque lo asediaron desde los nueve años- presumiblemente desde antes- y lo acompañaron en todo su peregrinaje, buscó siempre sobreponerse, navegar contra la corriente, construir una identidad. ¿Cómo? Buscando que sus sueños se encuentren con la historia y que de esa manera la imaginación subvierta la realidad.

Junto a la guerrilla, de manera autónoma, aparecen espontáneamente tropas mal armadas, vinculadas a los campesinos de la región, aunque reclutadas particularmente entre arrieros, vagabundos y jornaleros de las minas. Atacan en desorden. Carecen de mandos definidos. Se visten de cualquier manera. Improvisan todo, hasta el armamento. Reciben el nombre de montoneros: marchan en “montón”. Hay montoneros patriotas, pero también realistas. Otros, confundidos con el bandolerismo, viven del saqueo y, al revés, algunas montoneras surgen para proteger a sus pueblos de eventuales saqueadores.

Aunque Fernando VII había admitido la condición de beligerantes a los patriotas, con lo que les concedía ciertos derechos, parece que en la práctica continuaron siendo considerados como insurgentes.

El término insurgente nació en 1776, en lengua francesa, para denominar a los norteamericanos sublevados contra el gobierno inglés. Tempranamente pasó al español cuando en el Perú de 1780 se requirió de un término suficientemente execrable para referirse a Túpac Amaru y a sus seguidores: querían significar con su uso que ellos eran rebeldes, traidores, apóstatas y que estaban, por lo tanto, excluidos de cualquier consideración. Podían ser capturados y ultimados a discreción. Se les negaba alguna motivación política (Actualmente, en el Perú, se podría trazar la historia similar del término terrorista, en sustitución de guerrillero, pero con idéntica finalidad que insurgente).

Los montoneros formaban parte de un escenario, el Valle del Mantaro, donde los campesinos no permanecían atados a la tierra. Poseían sus parcelas. En los mercados locales podían comprar y vender sus productos. Con las mercancías provenientes de Lima o Buenos Aires llegaban las noticias o las novedades culturales. La alfabetización fue otro rasgo de esta región mestiza. El valle produjo un tipo social característico: el arriero, “…medio aventurero, medio trajinante”. En este medio encontraron eco las proclamas patriotas que anunciaban la supresión del tributo, la expulsión de los españoles y la lucha por la libertad.

Durante las guerras de independencia, la necesidad perentoria de movilizar indios contra españoles explica el intento de trazar algunos puentes entre la vertiente occidental y la vertiente andina del Perú. Pero estos no fueron suficientemente sólidos y consistentes. El problema era derrotar a los españoles, pero evitando la revolución social, que podría convertirse en una “guerra de castas”. Aunque los montoneros aportaron con un estilo popular, se parecieron más al bandolerismo social (con sus rasgos individualistas) que a la intervención colectiva y espontánea de una sublevación campesina.

Movilizar indios contra indios. Luchas que en algunos relatos andinos son referidas bajo las figuras míticas de huaris y llacuaces. Los hombres sedentarios establecidos en fértiles valles abrigados, contra los trashumantes pastores que compensan su precariedad controlando las rutas y los pasos que comunican un valle con otro, dispuestos a guerrear en cualquier momento. Los comuneros del río Pampas frente a los pastores iquichanos: patriotas y realistas, respectivamente. Las opciones políticas se confunden con las rivalidades étnicas.

Por racismo entendemos algo más que el menosprecio y la marginación: entendemos un discurso ideológico que fundamenta la dominación social teniendo como uno de sus ejes la supuesta existencia de razas y la relación jerárquica entre ellas. El discurso racista en el Perú se estructuró alrededor de la relación blanco-indio y después se propaló a otros grupos sociales. La fuente de este paradigma debemos buscarla en el establecimiento de la dominación colonial.

Recién con la conquista surge la categoría de indio, con el propósito de homogenizar forzosamente a la población vencida y reducir sus diversas expresiones culturales a una “subcultura de la dependencia”. Para evitar la despoblación y mantener el control de los vencidos, se proyectó el modelo de una sociedad dual, en la que coexistieran dos repúblicas, la de indios por un lado y la de españoles por otro.

La población indígena, como consecuencia del colapso demográfica del siglo XVI, estaba concentrada en la sierra pero aunque dentro del espacio colonial existían regiones de desigual desarrollo, no se observan todavía los desequilibrios posteriores, lima era la capital de ese vasto espacio. La aristocracia mercantil allí establecida no consigue, a pesar de todos sus esfuerzos, imponerse sobre las élites locales de las ciudades del interior. Se fue gestando así una rivalidad subterránea entre las provincias y la capital. Esto explica que los movimientos sociales de entonces, a su perfil anticolonial, añadan un enfrentamiento contra Lima y su pretenciosa aristocracia. Esos intereses regionales permitirán articular a sectores sociales diversos, desde las capas medias criollas hasta los campesinos indígenas.

Atribuyendo el estallido de la rebelión no solo a factores económicos (los repartos) sino también a factores culturales, la administración colonial arremete contra todo lo que podría ser considerado como cultura andina: prohíben el teatro y la pintura indígena, la lectura de los Comentarios Reales, el uso del quechua, la vestimenta tradicional. ¿Etnocidio? Lo cierto es que el indio comienza a ser tan menospreciado como temido por quienes no lo son. La cultura andina deja los espacios públicos y se torna clandestina. Es entonces que los distingos raciales cobran una importancia que no habían tenido antes.

Apareció en Lima una burguesía particular, provista de capitales, pero sin fábricas y sin obreros. Podría resumirse en la relación de treinta apellidos. De tal manera que esa clase alta que emergía no solo era numéricamente reducida, sino además joven (uno a dos generaciones en el país) y en cierta manera extranjera o demasiado europea para un país cuya población mayoritaria era indígena.

La desaparición de curacas y corregidores, la postergación del clero y la debilidad de los aparatos policiales y burocráticos republicanos, permitieron que los terratenientes, a la propiedad de sus haciendas añadieran el monopolio del poder político local. Con la república adquirieron un poder que no habían tenido antes. En el siglo XIX un hacendado podrá movilizar a sus “propios indios”, con los que formará partidas de montoneros y huestes particulares. Así se conforman los ejércitos que participan en las guerras civiles al lado de Vivanco, Castilla o Echenique. La clase alta costeña, para poder constituirse en la clase dominante del país, debió admitir un acuerdo implícito con los terratenientes del interior. Tolerando sus prerrogativas y sus fueros privados se aseguraba que estos controlasen a los campesinos. En las haciendas funcionaba una reciprocidad asimétrica. El propietario permitía que sus “colonos” usufructuaran tierras y ganado, a cambio de trabajo y/o productos; les conseguía coca y aguardiente, les daba protección librándolos por ejemplo del servicio militar. Para denominar a esos propietarios se acuñó un peruanismo que después tendrá curso corriente en las ciencias sociales: gamonal. Fue necesario para denominar una situación derivada de la fragmentación política y la ruralización del país. El poder de los gamonales sería una síntesis entre el uso de mecanismos consensuales, con la violencia ejercida cara a cara. El gamonal no fue un propietario absentista. Conocía muy bien a sus campesinos con los que podía comunicarse en quechua pero con la misma frecuencia utilizaba el látigo y el cepo. El personaje era una mezcla de racismo con paternalismo.

Por estar oprimido, el indio era la misma negación de valores modernos como el cambio y el progreso: un personaje carente de cualquier energía. Estos rasgos eran tanto psicológicos como físicos. “Con la opresión secular llega a deteriorarse el cuerpo junto con las dotes del espíritu: la fisonomía de ciertos indígenas ofrece el aire de las razas decrépitas, hay ausencia total de lozanía, falta de frescura, que anima las razas llenas de juventud y porvenir”. Era el resultado de la milenaria opresión del “comunismo teocrático” de los incas, capaz de convertir a cualquier pueblo en una máquina, y de la acción posterior del colonialismo, de manera tal que ese ánimo aletargado y torpe solo podría extirparse en el transcurso de generaciones.

Desde los inicios de la república el número de esclavos había decrecido significativamente en la ciudad. Una vez libres, pocos siguieron como sirvientes. En cuanto a los chinos que entonces llegaban al Callao, en su mayoría fueron a trabajar en las haciendas. Raro fue el incorporado a alguna casa. ¿Por qué? Tal vez con ellos no se podía mantener las vinculaciones paternalistas que en cambio sí entablaban con los “cholitos”, a quienes amos o patronas conocían desde niños, así como también podían conocer a sus padres.

Esos “cholitos” fueron la realización extrema de un rasgo de la sociedad peruana: la simbiosis entre los criterios de clase social y de casta. Queda demostrado de manera tan evidente cuando reparamos en que sirviente doméstico y cholo eran sinónimos. Pero cholo era además un término despectivo: en algún momento equivalente a perro, siempre a persona de baja condición. El cholo era el vástago de una raza vencida e inferior, a la que solo quedaba la sujeción.

En Riva Agüero el paisaje evoca al pasado. La erudición no le permite descubrir a los hombres que habitan esos territorios. La sierra sin indios. El paisaje vacío. Mejor dicho, una especie de cementerio. Aunque considera que el Cusco es “el corazón y el símbolo del Perú”, esa ciudad desde la que inicia su relato lo envuelve en la melancolía y el desaliento.

Una temprana dolencia infantil había predispuesto a Mariátegui para la observación. Su mirada se dirige a la vida cotidiana, a las costumbres pretendidamente aristocráticas de Lima, y a la vida política, expresada en los tediosos debates parlamentarios. En sus crónicas periodísticas, día a día, traza la imagen de una sociedad alejada de los imprevisible, donde todo parece regulado y queda poco espacio a la imaginación. Un horizonte estrecho en el que nada puede ocurrir fuera del libreto. Los versos de Juan Croniqueur transmiten esta sensación: “Una abulia indolente que me veda luchar/ y me sume en la estéril lasitud de soñar”. El tedio.

A través de Rumi Maqui parecía realizarse una fórmula de Marx: “encontrar en lo que existe de más antiguo las cosas más nuevas”. El pasado inspiraba una revolución que no era precisamente el alzamiento pasajero de un caudillo ni menos una montonera fugaz. Si el personaje no existía, era necesario inventarlo. Entonces a Mariategui no le preocuparían estas disquisiciones entre eruditas e inútiles. Importaba únicamente aquello que encarnaba: la posibilidad del cambio social, la insurrección. Años después escribirá “El pasado incaico ha entrado en nueva historia, reivindicado no por los tradicionalistas sino por los revolucionarios. En esto consiste la derrota del colonialismo… La revolución ha reivindicado nuestra más antigua tradición”.

El socialismo, antes que un discurso ideológico, era la forma que adquiría en nuestro tiempo el mito. “La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia, está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito”. Esta fuerza podía remover el Perú desde sus cimientos.

El cristianismo que lo atraía no era equivalente a esa ortodoxia, supuestamente racional del tomismo, sino a los arranques pasionales de los místicos, alejados de las jerarquías y en cambio confundidos con las multitudes. Hubiera podido asumir esa definición según la cual lo religioso nace de un sentimiento oceánico. La búsqueda de un horizonte sin límites.

Era el sino del Perú. Mediante el socialismo el país podría realizarse como nación, fusionando lo nuevo con lo viejo, las ideas traídas de Europa- lo mejor de Occidente-con su tradición histórica. Juntar en una sola obra las influencias externas con los impulsos populares, lo andino con lo universal, lo cosmopolita con el “afincamiento en la tierra, en la provincia, en lo más familiar e inmediato”.

 

El capitalismo tiende a uniformar. Edificar un mercado interno implica abolir los localismos, las tradiciones, los hábitos particulares sacrificados en beneficio de una lengua común. La escuela fue también un instrumento en la propalación de nuevos valores. La presencia de los adventistas tenía implicancias terrenales. Alfabetismo era sinónimo de retroceso del quechua y el aymara. Toda la cultura andina quedó colocada a la defensiva.

En 1927 el indigenismo no era un movimiento cohesionado, sino una actitud, una intención que invitaba a encontrar la clave del país en el mundo andino. Distanciarse de Europa, mirar hacia el interior, recobrar el término tradición, arrebatárselo a los conservadores y asignarle un nuevo contenido. Para ello era imprescindible hacer confluir indigenismo y política.

Una imagen frecuente en la literatura peruana ha sido identificar al indio con la piedra. Imagen ambivalente. De un lado, se alude a su persistencia, a la tenacidad, a ese saber durar. De otro lado, se sugiere el silencio, la carencia de expresión, incluso la imposibilidad de entender cualquier mensaje. La piedra evoca a las construcciones prehispánicas. La imagen lítica remite a los mitos andinos: seres convertidos en piedras o dioses que pueden mover gigantescas piedras. A los temores de los blancos: las galgas descolgadas que amenazan a los realistas o la roca que sella la venganza de un indio.

El odio es solo ruego, la esperanza de que algún día un inmenso incendio arrase con un orden tan injusto como brutal. Que los indios dejen de estar abajo, más que explotados, se trata de hombres humillados cotidianamente. La única forma de que este mundo se invierta es convertir el odio en una pasión colectiva. Transferir el miedo. Solo de esta manera sería posible romper con esa “dominación total”, sobre los cuerpos y las almas, que los mistis ejercen.

Los campesinos de comunidades con acceso al mercado y especialización productiva se encontraban, como es evidente, mejor informados de la situación política nacional y eran más propensos al cambio. En cambio, los campesinos que vivían en las haciendas admitían difícilmente que las jerarquías podían variar, que la sociedad podía cambiar, que fuera discutible el poder de los mistis; pero cuando, por una u otra circunstancia, llegaban a asumir estas ideas, no se conformaban con reivindicaciones limitadas, sino que iban más allá que los comuneros.

Sendero luminoso fue una especie de rayo en cielo despejado. Aunque la metáfora es un lugar común, no hay otra cosa que pueda resumir mejor la impresión causada por las acciones de un movimiento que aparecía cuando la izquierda (mayoritariamente) asuma la vía electoral y opta por respetar algunas reglas mínimas del “juego democrático” y cuando, por otro lado, sociólogos y economistas trazaban la imagen de un país cada vez más moderno, donde la urbanización era irreversible, los campesinos bordeaban la desaparición y las clases populares se convertían en asalariados o semiproletarios. Se constataba la desaparición de lo andino. El proceso recibió el nombre de “descampesinización”. Se suponía que si algún día estallaba un movimiento revolucionario en el Perú, este tendría como escenario a las nuevas ciudades. La guerrilla rural era inimaginable en un país donde los campesinos abandonaban el campo y donde la geografía- escarpada y eriaza- impedía a cualquiera ocultarse. Cuando los militantes de Sendero Luminoso hablaban de lucha armada, eran motivo de fácil réplica e incluso ironía, por parte de contrincantes convencidos de que nunca emprenderían ese camino, ¿de dónde además sacarían las armas?

El ejército entendió la lucha contra sendero como una guerra interna. Antes y en otros lugares, los ejércitos francés o americano habían entendido de la misma manera la lucha contra la subversión en Argelia o Vietnam. La guerra interna es una guerra colonial, pero en el Perú, para bien o para mal, colonos y colonizados integran el mismo país.

Es demasiado evidente la semejanza entre los jóvenes mestizos de ahora y los del siglo XVI; en ambos casos aparecen “desprovistos de todo”, obligados a la “vagancia” y la “depredación”, condenados a convertirse en “hombres de vidas destruidas”, los mismos que en la década de 1560 protagonizaron algunas “rebeliones” sin esperanza.

Para las gentes sin esperanza, la utopía andina es el cuestionamiento de esa historia que los ha condenado a la marginación. La utopía niega la modernidad y el progreso, la ilusión del desarrollo entendida como la occidentalización del país. Hasta ahora, el resultado ha sido la destrucción del mundo tradicional sin llegar a producir una sociedad desarrollada. No funcionó el modelo de una economía exportadora de materias primas. Parece demasiado tarde ensayar el camino de Taiwán.

La eficacia de la clase dominante se expresa en última instancia en su capacidad para introducir sus valores y concepciones entre los dominados. Cuando lo consigue, puede abrigar la esperanza de una victoria postrera: que el nuevo orden, con otros personajes, termine reproduciendo el viejo autoritarismo.

Las pasiones- aunque necesarias- a veces no permiten llegar tan lejos. En la historia de los movimientos milenaristas y mesiánicos hay un episodio recurrente: el fanatismo termina lanzándolos contra fuerzas muy superiores al margen de cualquier consideración táctica. El estado de tensión permanente al que están sujetos sus miembros los impele a buscar el fin lo más rápido posible. Esa mística que constituye su fuerza moral puede convertirse en su flanco más débil… si la pasión se amalgama con el marxismo y su capacidad de razonamiento. Esta es una mezcla altamente explosiva en un país que tiene, además, como telón de fondo a la miseria y las imposiciones de unos pocos. Y si no es necesariamente eficaz- la historia no garantiza nada ni a nadie- por lo menos puede generar un movimiento más consistente y menos efímero que aquellos abandonados a sus propias fuerzas.

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