Buscando un Inca: identidad y utopía en los andes- Alberto Flores Galindo.
¿Qué es lo andino? Antes que nada, una antigua cultura que debería ser pensada en términos similares a los que se utilizan con los griegos, los egipcios o los chinos, pero para ello hace falta que este concepto por crearse desprenda de toda mitificación. La historia ofrece un camino: buscar las vinculaciones entre las ideas, los mitos, los sueños, los objetos y los hombres que los producen y los consumen, viven y se exaltan con ellos. Abandonar el territorio apacible de las ideas desencarnadas, para encontrarse con las luchas y los conflictos, con los hombres en plural, con los grupos y clases sociales, con los problemas del poder y la violencia en una sociedad. Los hombres andinos no han pasado su historia encerrados en un museo imposible.
En la sierra peruana, por
ejemplo, los campesinos hoy día no se definen como andinos o indígenas- a pesar
del pasado común-,sino que habitualmente recurren al nombre del lugar donde han
nacido, la quebrada o el pueblo tal. Una conciencia localista… La idea de un
hombre andino inalterable en el tiempo y con una totalidad armónica de rasgos
comunes expresa, entonces, la historia imaginada o deseada, pero no la realidad
de un mundo demasiado fragmentado.
La difusión geográfica de la
cultura andina contemporánea corresponde con los territorios más atrasados del
país, con las áreas donde ha persistido un volumen mayor de población indígena
y donde existen más comunidades campesinas. Hay una correlación evidente entre
cultura andina y pobreza.
La utopía en los andes alterna períodos
álgidos, donde confluye con grandes movimientos de masas, seguidos por otros de
postergación y olvido. No es una historia lineal. Por el contrario, se trata de
varias historias: la imagen del inca y del Tahuantinsuyo depende de los grupos
o clases que las elaboren.
Todos estos sueños se insertaban
en la vida cotidiana de los pueblos y tenían un momento privilegiado de
realización: los carnavales, esos días en los que el orden se invertía, los de
abajo se adueñan de las plazas públicas, se abrían paso la risa y la burla de
todas las jerarquías. Entonces todo quedaba permitido. El carnaval era un
elemento central en la cultura popular que evitaba los riesgos de una
confrontación abierta pero que mantenía vivas, en los festejos y los rituales
de carnestolendas, a las utopías prácticas.
El desarrollo de la imprenta fue
un factor decisivo en la popularización de los libros de caballería, todos
ellos dispuestos a la acción, modelos de valor y de nobleza, capaces de
afrontar las más difíciles hazañas, mostrando que entonces ser joven era “tener
fe en lo imposible”. Estos libros vinieron con el equipaje de los
conquistadores. Les sirvieron de pauta para leer el paisaje americano.
Para judíos y milenaristas, para
todos los rechazados del viejo mundo, América aparecía como el lugar en el que
podrían ejecutar sus sueños. Surge, de esta manera, la convicción según la cual
“Europa crea las ideas, América las perfecciona al materializarlas”. El
territorio por excelencia de las utopías prácticas. Cuando las huestes de Pizarro
recorran los andes, no faltarán cronistas que crean ver un país en el que no
existe el hambre, reina la abundancia y no hay pobres.
Los españoles trasladan a América
su noción de culpa. La introducen en los vencidos como medio para dominar sus
almas. La imaginación europea de entonces está poblada de demonios y genios del
mal.
El paso de un ciclo a otro, cada
uno de los cuales tendría una duración aproximada de 500 años. En Morúa
significa tanto “volver la tierra” como “quitar y desheredar lo suyo. Todos
estos contenidos no resultan necesariamente alternativos. Aluden al tránsito de
una edad a otra, pero también al resultado, es decir, la inversión de las
cosas. Representaciones del mundo al revés se pueden observar en los huacos
mochicas a través de imágenes como el
escudo y la porra atacando al guerrero.
En el Taqui Onqoy se pude
advertir un cambio significativo. No es un grupo étnico que emprenda
solitariamente la lucha para regresar al orden anterior; los sacerdotes hablan
de la resurrección de todas las huacas, desde Quito hasta el Cusco. Las dos más
importantes son la huaca de Pachacamac, en la costa, cerca de Lima, y la huaca
del lago Titicaca, en el altiplano aymara.
El cristianismo es una religión
de la palabra: privilegia la transmisión oral, la lectura y el comentario de
los textos sagrados, la prédica y el sermón, la confesión y la absolución. Pero
la palabra no solo transmite el mensaje revelado: lleva también la muerte para
cuerpos que, a diferencia de los del viejo mundo, no están suficientemente
inmunizados.
Hijos de la conquista, jóvenes a
los que por padre y madre correspondía una situación de privilegio y cuando
menos expectante, terminaron rechazados por los españoles cuando estos deciden
organizar sus familias, acabar con el concubinato y reemplazar a sus mujeres
indias por españolas; para sus madres, esa primera generación de mestizos traía
el recuerdo de la derrota y el menosprecio por la presunta violación. Hijos
naturales, carecían de un oficio, no podían tenerlo. Engrosaron las filas de
los vagabundos a los que solo quedaba la posibilidad cada vez más lejana de
buscar nuevas tierras o de enrolarse en el ejército para combatir a indios poco
sumisos como eran los araucanos. Recibieron el apelativo genérico de
“guzmanes”. Aquellos mestizos que no arriesgaban su vida en cualquiera de estas
empresas, terminaron como ese hijo de Pedro de Alconchel, trompeta en
Cajamarca, y una india de la tierra, dedicado a la bebida, consumido en medios
de una existencia pobre y miserable en el pueblito de Mala.
“Hombres de vidas destruidas” los
llama un funcionario colonial. No exageraba. En ellos la identidad era un
problema demasiado angustiante. Algunos motines encontraron entre los mestizos
a personas dispuestas a cualquier asonada. Personajes como estos alentaron a
Titu Cusi y es posible que algunos asistieran desesperanzados a la muerte de
Túpac Amaru I.
Algo similar ocurrió con la conquista
del Perú. Para entender este cataclismo, los hombres andinos tuvieron que
recomponer su utilaje mental. El pensamiento mítico no les hubiera permitido
situarse en un mundo radicalmente diferente. Tampoco podían asumir el
cristianismo ortodoxo. Los personajes podrán ser los mismos- Cristo, el
Espíritu Santo, el rey- pero el producto final es inconfundiblemente original.
América no realiza solo las ideas de Europa. También produce otras.
La utopía andina no es únicamente
un esfuerzo por entender el pasado o por ofrecer una alternativa al presente. Es
también un intento de vislumbrar el futuro. Tiene esas tres dimensiones. En su
discurso importa tanto lo que ha sucedido como lo que va a suceder. Anuncia que
algún día el tiempo de los mistis llegará a su fin y se iniciará una nueva
edad.
Pablo Macera ha observado
sutilmente que los andinos- ricos o pobres, señores o campesinos-, todos fueron
hombres de a pie. A falta de signos exteriores y visibles (como el ir a
caballo), en los Andes, quienes detentaban el poder político o religioso,
debieron conformar un complejo aparato simbólico.
Tanto en España como en América,
a comienzos del siglo XVII, se imponían prácticas absolutistas y excluyentes,
que buscaban integrar a los países eliminando y suprimiendo lo extraño y
diferente. Persecución de los mendigos y pobres, intentos de confinarlos en
casas de reclusión. Temor ente los locos que conduce a concebir los futuros
manicomios. Encierros y miedos.
¿Por qué los sacerdotes indígenas
conseguían tantos seguidores? ¿En qué radicaba su superioridad sobre los curas
católicos? Los documentos dan una respuesta. Los sacerdotes indígenas saben
interrogar a los dioses andinos y estos, por su mediación, pueden dirigirse a
los hombres. No son ídolos silenciosos: los mallquis y conopas, las huacas y
adoratorios, mediante rituales y sacrificios se insertan en la vida cotidiana
de todos. No es la prédica desde un púlpito o el confesionario reclamando la
autoinculpación. La religiosidad andina permite vivir y resolver problemas muy
inmediatos.
¿Cuáles son los instrumentos a
los que recurren quienes combaten la idolatría? La confesión y la prédica
pueden ser útiles en un primer enfrentamiento. La reconquista de las almas, sin
embargo, es una tarea de largo aliento, en la que es imposible saber de
antemano cuándo termina y para la cual es precisos disponer de algunas
instituciones más duraderas que la palabra. Instituciones que preserven y
garanticen el terreno recuperado y que ayuden a conservar a la oveja dentro del
redil. Dos serán las instituciones utilizadas: la cárcel y la escuela.
La doctrina se impone sobre la
comunidad. La iglesia organiza el espacio y la vida de los fieles. Pero tendrá
que hacer concesiones. La idolatría será llamada curanderismo y se admitirá que
sean empleadas hierbas y cuyes para tratar a los enfermos. La coca y la chicha,
toleradas. Los rituales convertidos en prácticas folclóricas. Los límites de
los que hasta aquí aparece como victoria de la iglesia, quedan en evidencia al
considerar que si bien los curas católicos pudieron demostrar que tenían más
poder que los hechiceros, no conseguirán nunca enrolarlos en sus propias filas.
País cristiano, pueblo creyente, pero con escasas vocaciones religiosas. Santos
criollos y mulatos pero no indios
Esos tres rebeldes llegaron
hablando del Inca pero enseguida los denunciaron y apresaron. Era la región
habitada por los Huancas, quienes durante la conquista fueron aliados de los
españoles en contra de los cusqueños. El nombre de Atahualpa no traía recuerdos
necesariamente positivos. Juan santos podía enrolar a personajes desarraigados,
indios forasteros, mestizos vagabundos pero no a indios de comunidades, que
constituían el grueso de la población en esa zona.
Cuando en 1970 los franciscanos
comenzaron sus primeros intentos para restabkecer sus misiones, observaron que
los nativos eran particularmente renuentes a vivir en pueblos. Para los frailes
todo se explicaba por su natural ociosidad. Esa vocación instintiva por el
vagabundaje, que espanta e indigna a los predicadores, es vista como
contrapuesta no solo al cristianismo, sino a la condición misma de ser humano.
A veces los nativos simulan tolerar la civilización. “Hacen allí sus casas y
chacras, y permanecen hasta que el religioso le haya provisto de herramientas,
y en hallándose surtidos, lo abandonan todo para vivir donde se encuentra la
pesca y cacería más abundante”… todo se sustenta en una agricultura incipiente
y rotativa, en la caza, en la recolección y en la pesca. De esta manera
consiguen los nativos mantener el equilibrio con un medio ecológico nada apto
para una agricultura sedentaria y menos intensiva. Viven trasladándose de un
lugar a otro para de esa manera vivir sin destruir la vegetación.
Lo que allí sucede en la primera
mitad del siglo XVIII es, sin exageración alguna, un etnocidio. Se combaten a
los dioses, se trastoca un estilo de vida y se extermina a los habitantes. La
prédica del cristianismo estaba estrechamente vinculada con la imposición del
mundo occidental.
El éxito de Juan Santos estuvo en
ese rechazo al mundo occidental, que se tornó drástico a medida que pasaban los
años. Paralelamente se fue identificando más con los nativos. Para ellos
triunfar no significa coronar a un Inca en Lima, sino volver a un orden
anterior, demasiado cercano y, en cierta manera, accesible.
En el caso de Juan Santos, esa
paradójica confluencia entre el éxito y el fracaso, encierra el mismo problema
que encontraremos en 1780 con los tupamaristas y después con otras rebeliones
andinas. La incapacidad para orquestar voluntades, las dificultades para
constituir un movimiento social. Al parecer, empleando las mismas palabras de
un fiscal español, indios y nativos no eran de la “misma naturaleza”, es decir,
no compartían los mismos intereses. Estas voluntades contrapuestas expresan, en
última instancia, no solo espacios diferentes sino tiempos igualmente
contrastados. Y hasta experiencias históricas vividas de manera muy distinta
según se trate de un habitante de la sierra central o del sur andino. Dilucidar
estas cuestiones permitiría saber por qué este país de tan antigua historia
campesina y que además ha soportado una dura imposición colonial, no ha
producido una revolución social exitosa. La tarea ha sido postergada de una
generación a otra.
Si lo que empieza con el
ajusticiamiento de un corregidor deriva en un movimiento de masas rápidamente
propalado por todo el sur andino, quizá se deba en parte a que ese
acontecimiento aparece como la culminación o el punto más alto de un prolongado
ciclo de rebeliones que convulsionan a todo un siglo. ¿Por qué se inició una
revolución popular en el Cusco el año 1780? Para responder es necesario
desechar cualquier explicación que busque reducir el fenómeno a términos tan
abstractos como la “explotación colonial”. No se trata de reconstruir con tonos
sombríos el cuadro de la miseria en el virreinato y voltear la página para en
seguida describir al movimiento tupamarista, porque la revolución no sucedió en
cualquier momento: tuvo un escenario y una fecha precisos. Hace falta entonces
pensarla históricamente, es decir, acatar una cronología e inscribirla en una
totalidad social.
Para poder admitir que la
“corona” se vuelva “mascaipacha” hace falta no solo que la explotación se torne
insoportable, sino que además los rebeldes encuentren sustento y explicación a
sus actos en una cultura, en una concepción del mundo propia, elaborada a lo
largo de muchos años navegados contra la corriente dominante.
¿Qué es lo que ha ocurrido? No es
solo un problema de la élite indígena. La vieja situación de subordinación de
la república de indios respecto de la república de españoles, establecida hacia
1560, ha variado y se tiende a una nueva relación, donde un sector de la
población indígena comienza a diferenciarse de los campesinos, penetra en otras
actividades económicas y consigue formar linajes y acumular alguna riqueza,
compitiendo con los españoles, a veces con éxito. Es así como procesos
económicos, que solo podemos suponer a falta de mayores investigaciones,
erosionaron una estructura social que se pretendía rígida y que reposaba en la
equivalencia entre casta y clase. Un indio debía ser campesino; pero al promediar
el siglo XVIII, un indio-orgulloso de esa condición y consciente de su pasado
familiar y colectivo- podía prestar dinero a un español, disputar
jurídicamente, adquirir propiedades, tener influencia en el comercio local,
enfrentarse a los corregidores e incluso a la propia Audiencia de Lima.
Tras el enfrentamiento
subterráneo- que señalábamos- entre Lima y provincias, está también otro
conflicto que asigna de hecho un contenido “antifeudal” al alzamiento. Túpac
Amaru se referirá explícitamente a las grandes propiedades y atacará a la
servidumbre.
El historiador chileno Jorge
Hidalgo advirtió que la idea de una vuelta al Inca se propalaba en las
chicherías del Cusco: en el encuentro
entre desconocidos, en medio de la complicidad y la libertad que confiere
una cierta ebriedad; al compás de los vasos de chicha o aguardiente, se hablaba
de estos temas. Indio con tiempo libre y con dinero, parecen razonar los
españoles, es indio perdido.
Según los más entusiastas, Túoac
Amaru disponía de seis cañones y 200 arcabuses. En realidad, la mayoría de sus
hombres estaban armados con lanzas, cuchillos, rejones, hondas y piedras. Los
dirigentes que habían proyectado la revolución, no contaron ni con el dinero,
ni con la capacidad organizativa para armar a sus eventuales seguidores. Estos
tuvieron que buscar sus armas arrebatándoselas a los españoles y, cuando no era
posible, convirtiendo en armas sus propios instrumentos de trabajo o cualquier
cosa, como piedras por ejemplo.
Los españoles superaban a los
rebeldes en lo que en términos militares se llamaría potencia de fuego. En número
de efectivos, fueron quizá equiparables porque junto o tras de cada columna de
soldados, iban indios movilizados por curacas fieles, corregidores o curas. Se propusieron
no dejar ningún rescoldo, temiendo que pudiera reaparecer ese gran incendio que
había sido la rebelión tupamarista. Se ensañaron con los insurgentes y sus
familiares. Querían limpiar “de este campo la cizaña para que no sofoque el
poco grano…”, como decía agosto de 1782 el oidor Mata Linares.
La violencia tiene una dimensión
cualitativa: importa saber no solo cuántos murieron sino cómo, la manera en que
unos hombres privaron la vida de otros. Los testimonios insisten repetidas
veces en la ferocidad de los rebeldes, desmintiendo la imagen del indio tímido,
dispuesto a huir ante las armas de fuego.
En cualquier revolución resulta
indispensable definir quiénes son los aliados y quiénes los enemigos. Al principio
la demarcación parecía demasiado clara: todos los nacidos aquí y los otros; los
indianos frente a los europeos. Pero a medida que se desencadenaron los
acontecimientos y, sobre todo, cuando la violencia se hizo presente, la línea
divisoria se desplazó para separar ahora a realistas e insurgentes: el criterio
era la práctica, los que estaban en uno y otro ejército. Al final insurgente se
convirtió en sinónimo casi exclusivo de indio, mientras tanto el término
español se expandió incluyendo a europeos, pero también a criollos, curacas ricos,
algunos mestizos. El temor a una revolución radical hizo que muchos prefirieran
defender un orden que, aunque no los beneficiaba, les otorgaba algunas mínimas
prerrogativas.
Para que la tierra se abra y se
produzca un nuevo tiempo, hacen falta sacrificios. Matar españoles se inserta
también en una imagen del cambio como inversión total: el pachacuti es
violento, está acompañado por nuevos sufrimientos, es tan doloroso como cualquier
parto. La convicción de su llegada permite también sobrepasar las peores
pruebas: el arrojo de los indios, que sorprende y anonada a algunos españoles. Para
los campesinos de Canas y Canchis, hacerla revolución era ejecutar a escala de
toda la sociedad, de todo el cosmos, las peleas rituales que ellos hacían en
tiempos de carnavales.
Una revolución implica la quiebra
del orden: es el momento en que concepciones postergadas y reprimidas pueden
emerger. Esta ocasión resulta más evidente si consideramos que los rebeldes
terminaron enfrentados con la iglesia y los curas.
La insurección anterior de Juan Santos
Atahualpa había conseguido establecer un reducto inexpugnable en la selva
central porque consiguió previamente aglutinarse alrededor de un solo
movimiento. En la revolución tupamarista convivían dos fuerzas que terminaron
encontradas. El proyecto nacional de la aristocracia indígena y el proyecto de
clase (o etnia) que emergía con la práctica de los rebeldes. Al principio todos
parecieron aceptar el “plan político de Túpac Amaru. Las divergencias surgieron
con la marcha misma de los acontecimientos, a la par que la violencia se
desplegaba. Entonces se evidenció que mientras los líderes proyectaban una
revolución para romper con el colonialismo y modernizar al país, ampliando las
posibilidades para el tráfico mercantil, los campesinos entendieron que eran
convocados para un pachacuti: demasiados signos lo venían anunciando.
El ejército tupamarista reproduce
la estructura jerárquica de la sociedad colonial. La aparente restauración de
la monarquía incaica, en realidad, muestra la incorporación de concepciones
patrimoniales entre la aristocracia indígena. Pero al lado del ejército que
podríamos llamar regular, se dan una serie de sublevaciones espontáneas y una multitud
de pequeños enfrentamientos. Estos se incrementan a medida que pasan los meses
y como en ese transcurso la revolución se fue trasladando hacia el sur de la
región, en el altiplano terminará predominando la espontaneidad de los alzados.
Para quienes creían que Túpac
amaru era un inca, su cuerpo no era el de un reo, sino más bien encarnaba a la
misma nación de los indios. Descuartizarlo e incinerarlo era la destrucción
simbólica de la realeza incaica. Tiempo después, cuando se establece el
armisticio entre Diego Cristóbal y los españoles, este habría reunido los
despojos que quedaban de Túpac Amaru II y simbólicamente los enterró en la
iglesia de San Francisco del Cusco, con gran pompa en las exequias. Pero al
poco tiempo, Mata Linares apresó a Diego Cristóbal y lo condenó a la horca: ya
muerto su cuerpo fue también descuartizado y sus casas arrasadas y saladas.
En la contraposición civilización
o barbarie, Charles Minguet encuentra resumido todo el problema de un mundo
colonial, donde una minoría occidentalizada domina a una mayoritaria población
indígena o mestiza que, a su vez, se reconoce en otras tradiciones,
menospreciadas y negadas por sus dominadores. Civilización o barbarie fue el
problema central planteado por las rebeliones tupamaristas. Ese problema obligó
a tomar conciencia de la situación colonial. Nació entonces una suerte de
paradigma al que se recurrirá repetidas veces, después de la independencia,
para entender a América Latina o el futuro de cada país.
Aguilar tenía una concepción
providencialista y mesiánica. No pensaba en su biografía como un producto del
libre albedrío. Por el contrario, tanto él como Ubalde se sienten llamados, escogidos,
designados. Realizan una misión.
Un factor que distancia al Perú de
Europa es el cristianismo. En Francia, la propalación de la razón y las
concepciones liberales estuvieron acompañadas por un proceso efectivo de
descristianización de la sociedad, tanto en las élites como en las clases
subalternas. Una mentalidad profana es el trasfondo del pensamiento crítico. En
Europa el milenarismo y el mesianismo eran fenómenos que algunos consideraban
superados y cuando surgen, como durante la propia revolución francesa, se los
considera anacrónicos: especies de “rebeldes primitivos”. En el Perú, por el
contrario, la religión sigue invadiendo todos los ámbitos. No es un problema de
desconocimiento, pues se pueden adquirir los libros prohibidos.
Toda revolución requiere de un
andamiaje intelectual. Al comenzar el siglo XIX, los criollos del Perú no podían
edificarlo recurriendo a los mismos autores que respaldaban las actitudes
contestatarias en Europa. Hubiera sido lo natural para enfrentar a una España que
persistía anclada en su pasado.
Desde el interior de una sociedad
que concibe los procesos oníricos no como el lenguaje del inconsciente, sino
como revelaciones (una forma de conocimiento, un anuncio o una respuesta a
nuestras inquietudes, un puente entre esta vida y el más allá), ese niño
atemorizado ante su futuro personal tendrá un sueño que se convierte en
definitorio para su existencia, porque volverá una y otra vez a recordarlo. Este
primer sueño es importante por todo esto, pero además porque, en definitiva, el
problema de ese niño no era solo un problema particular: se preguntaba por su
identidad, como lo hacían también muchos otros recurriendo a la praxis o a la
escritura, el año terrible de 1782, en un país convulsionado.
La biografía nos remite nuevamente
a la sociedad. ¿Aventura individual o aventura colectiva? Aguilar era un
criollo. Pertenecía a esa incierta franja social, pendiente entre la dominación
colonial y el temor a la rebelión generalizada que no consigue convertir su descontento
en una alternativa. Tenía una articulación muy débil con la sociedad andina,
con esos indios que eran la mayoría del país.
En el sueño como en la realidad,
en la ficción onírica como en el discurso político, los criollos aparecen
entrampados. La promesa implica siempre castigo; la esperanza acarrea alguna
sanción.
Para San Alberto el mundo se
dividía en dos: los destinados a la salvación y los condenados, los cristianos
y los bárbaros, quienes aceptaban el orden colonial y aquellos que osaban
rebelarse. Para estos últimos solo quedaba el castigo: “la cárcel, el
destierro, el presidio, los azotes, la confiscación, el fuego, el cadalso, el
cuchillo, la muerte son penas justamente establecidas contra el vasallo
inobediente, díscolo, tumultuario, sedicioso, infiel y traidor a su rey”. No existía
lugar para el perdón, únicamente la pena eterna.
La condición social de Aguilar se
define solo por negación: no es español y tampoco es indio. Una situación
intermedia, difícil de sobrellevar para una persona que además era portadora de
una estructura mental dual. Entre arriba y abajo, la cosmovisión andina ha
imaginado esos espacios intermedios en lo que todo puede pasar, dominados por
una concepción carnavalesca. En este sentido, el criollo Aguilar se parecía a
los mestizos: hombres que no pertenecían ni a la república de españoles ni a la
república de indios, producto de esa violación colectiva que había sido la
conquista, siempre dudando sobre la identidad de sus padres, asediados por un
síndrome de bastardía. Todo esto en una sociedad que, así como tenía estos
componentes duales en su vertiente andina, exigía desde el lado occidental una
adscripción clara e inamovible en un grupo determinado. Pensemos en la autohumillación
de un niño que en sus fantasías se imagina expósito.
Aguilar no se dejó doblegar fácilmente
por sus pesadillas. Aunque lo asediaron desde los nueve años- presumiblemente
desde antes- y lo acompañaron en todo su peregrinaje, buscó siempre
sobreponerse, navegar contra la corriente, construir una identidad. ¿Cómo? Buscando
que sus sueños se encuentren con la historia y que de esa manera la imaginación
subvierta la realidad.
Junto a la guerrilla, de manera
autónoma, aparecen espontáneamente tropas mal armadas, vinculadas a los
campesinos de la región, aunque reclutadas particularmente entre arrieros,
vagabundos y jornaleros de las minas. Atacan en desorden. Carecen de mandos
definidos. Se visten de cualquier manera. Improvisan todo, hasta el armamento. Reciben
el nombre de montoneros: marchan en “montón”. Hay montoneros patriotas, pero
también realistas. Otros, confundidos con el bandolerismo, viven del saqueo y,
al revés, algunas montoneras surgen para proteger a sus pueblos de eventuales
saqueadores.
Aunque Fernando VII había
admitido la condición de beligerantes a los patriotas, con lo que les concedía
ciertos derechos, parece que en la práctica continuaron siendo considerados
como insurgentes.
El término insurgente nació en
1776, en lengua francesa, para denominar a los norteamericanos sublevados
contra el gobierno inglés. Tempranamente pasó al español cuando en el Perú de
1780 se requirió de un término suficientemente execrable para referirse a Túpac
Amaru y a sus seguidores: querían significar con su uso que ellos eran
rebeldes, traidores, apóstatas y que estaban, por lo tanto, excluidos de cualquier
consideración. Podían ser capturados y ultimados a discreción. Se les negaba
alguna motivación política (Actualmente, en el Perú, se podría trazar la
historia similar del término terrorista, en sustitución de guerrillero, pero
con idéntica finalidad que insurgente).
Los montoneros formaban parte de
un escenario, el Valle del Mantaro, donde los campesinos no permanecían atados
a la tierra. Poseían sus parcelas. En los mercados locales podían comprar y
vender sus productos. Con las mercancías provenientes de Lima o Buenos Aires
llegaban las noticias o las novedades culturales. La alfabetización fue otro
rasgo de esta región mestiza. El valle produjo un tipo social característico:
el arriero, “…medio aventurero, medio trajinante”. En este medio encontraron
eco las proclamas patriotas que anunciaban la supresión del tributo, la expulsión
de los españoles y la lucha por la libertad.
Durante las guerras de
independencia, la necesidad perentoria de movilizar indios contra españoles
explica el intento de trazar algunos puentes entre la vertiente occidental y la
vertiente andina del Perú. Pero estos no fueron suficientemente sólidos y
consistentes. El problema era derrotar a los españoles, pero evitando la
revolución social, que podría convertirse en una “guerra de castas”. Aunque los
montoneros aportaron con un estilo popular, se parecieron más al bandolerismo
social (con sus rasgos individualistas) que a la intervención colectiva y espontánea
de una sublevación campesina.
Movilizar indios contra indios. Luchas
que en algunos relatos andinos son referidas bajo las figuras míticas de huaris
y llacuaces. Los hombres sedentarios establecidos en fértiles valles abrigados,
contra los trashumantes pastores que compensan su precariedad controlando las
rutas y los pasos que comunican un valle con otro, dispuestos a guerrear en
cualquier momento. Los comuneros del río Pampas frente a los pastores iquichanos:
patriotas y realistas, respectivamente. Las opciones políticas se confunden con
las rivalidades étnicas.
Por racismo entendemos algo más
que el menosprecio y la marginación: entendemos un discurso ideológico que
fundamenta la dominación social teniendo como uno de sus ejes la supuesta
existencia de razas y la relación jerárquica entre ellas. El discurso racista
en el Perú se estructuró alrededor de la relación blanco-indio y después se
propaló a otros grupos sociales. La fuente de este paradigma debemos buscarla
en el establecimiento de la dominación colonial.
Recién con la conquista surge la
categoría de indio, con el propósito de homogenizar forzosamente a la población
vencida y reducir sus diversas expresiones culturales a una “subcultura de la
dependencia”. Para evitar la despoblación y mantener el control de los vencidos,
se proyectó el modelo de una sociedad dual, en la que coexistieran dos
repúblicas, la de indios por un lado y la de españoles por otro.
La población indígena, como
consecuencia del colapso demográfica del siglo XVI, estaba concentrada en la
sierra pero aunque dentro del espacio colonial existían regiones de desigual
desarrollo, no se observan todavía los desequilibrios posteriores, lima era la
capital de ese vasto espacio. La aristocracia mercantil allí establecida no
consigue, a pesar de todos sus esfuerzos, imponerse sobre las élites locales de
las ciudades del interior. Se fue gestando así una rivalidad subterránea entre
las provincias y la capital. Esto explica que los movimientos sociales de
entonces, a su perfil anticolonial, añadan un enfrentamiento contra Lima y su
pretenciosa aristocracia. Esos intereses regionales permitirán articular a sectores
sociales diversos, desde las capas medias criollas hasta los campesinos
indígenas.
Atribuyendo el estallido de la
rebelión no solo a factores económicos (los repartos) sino también a factores
culturales, la administración colonial arremete contra todo lo que podría ser
considerado como cultura andina: prohíben el teatro y la pintura indígena, la
lectura de los Comentarios Reales, el uso del quechua, la vestimenta
tradicional. ¿Etnocidio? Lo cierto es que el indio comienza a ser tan
menospreciado como temido por quienes no lo son. La cultura andina deja los
espacios públicos y se torna clandestina. Es entonces que los distingos
raciales cobran una importancia que no habían tenido antes.
Apareció en Lima una burguesía
particular, provista de capitales, pero sin fábricas y sin obreros. Podría resumirse
en la relación de treinta apellidos. De tal manera que esa clase alta que
emergía no solo era numéricamente reducida, sino además joven (uno a dos
generaciones en el país) y en cierta manera extranjera o demasiado europea para
un país cuya población mayoritaria era indígena.
La desaparición de curacas y
corregidores, la postergación del clero y la debilidad de los aparatos
policiales y burocráticos republicanos, permitieron que los terratenientes, a
la propiedad de sus haciendas añadieran el monopolio del poder político local. Con
la república adquirieron un poder que no habían tenido antes. En el siglo XIX
un hacendado podrá movilizar a sus “propios indios”, con los que formará
partidas de montoneros y huestes particulares. Así se conforman los ejércitos
que participan en las guerras civiles al lado de Vivanco, Castilla o Echenique.
La clase alta costeña, para poder constituirse en la clase dominante del país,
debió admitir un acuerdo implícito con los terratenientes del interior. Tolerando
sus prerrogativas y sus fueros privados se aseguraba que estos controlasen a
los campesinos. En las haciendas funcionaba una reciprocidad asimétrica. El propietario
permitía que sus “colonos” usufructuaran tierras y ganado, a cambio de trabajo
y/o productos; les conseguía coca y aguardiente, les daba protección
librándolos por ejemplo del servicio militar. Para denominar a esos
propietarios se acuñó un peruanismo que después tendrá curso corriente en las
ciencias sociales: gamonal. Fue necesario para denominar una situación derivada
de la fragmentación política y la ruralización del país. El poder de los
gamonales sería una síntesis entre el uso de mecanismos consensuales, con la
violencia ejercida cara a cara. El gamonal no fue un propietario absentista. Conocía
muy bien a sus campesinos con los que podía comunicarse en quechua pero con la
misma frecuencia utilizaba el látigo y el cepo. El personaje era una mezcla de
racismo con paternalismo.
Por estar oprimido, el indio era
la misma negación de valores modernos como el cambio y el progreso: un
personaje carente de cualquier energía. Estos rasgos eran tanto psicológicos
como físicos. “Con la opresión secular llega a deteriorarse el cuerpo junto con
las dotes del espíritu: la fisonomía de ciertos indígenas ofrece el aire de las
razas decrépitas, hay ausencia total de lozanía, falta de frescura, que anima
las razas llenas de juventud y porvenir”. Era el resultado de la milenaria
opresión del “comunismo teocrático” de los incas, capaz de convertir a
cualquier pueblo en una máquina, y de la acción posterior del colonialismo, de
manera tal que ese ánimo aletargado y torpe solo podría extirparse en el
transcurso de generaciones.
Desde los inicios de la república
el número de esclavos había decrecido significativamente en la ciudad. Una vez
libres, pocos siguieron como sirvientes. En cuanto a los chinos que entonces llegaban
al Callao, en su mayoría fueron a trabajar en las haciendas. Raro fue el
incorporado a alguna casa. ¿Por qué? Tal vez con ellos no se podía mantener las
vinculaciones paternalistas que en cambio sí entablaban con los “cholitos”, a
quienes amos o patronas conocían desde niños, así como también podían conocer a
sus padres.
Esos “cholitos” fueron la
realización extrema de un rasgo de la sociedad peruana: la simbiosis entre los
criterios de clase social y de casta. Queda demostrado de manera tan evidente
cuando reparamos en que sirviente doméstico y cholo eran sinónimos. Pero cholo
era además un término despectivo: en algún momento equivalente a perro, siempre
a persona de baja condición. El cholo era el vástago de una raza vencida e
inferior, a la que solo quedaba la sujeción.
En Riva Agüero el paisaje evoca
al pasado. La erudición no le permite descubrir a los hombres que habitan esos
territorios. La sierra sin indios. El paisaje vacío. Mejor dicho, una especie
de cementerio. Aunque considera que el Cusco es “el corazón y el símbolo del Perú”,
esa ciudad desde la que inicia su relato lo envuelve en la melancolía y el desaliento.
Una temprana dolencia infantil
había predispuesto a Mariátegui para la observación. Su mirada se dirige a la
vida cotidiana, a las costumbres pretendidamente aristocráticas de Lima, y a la
vida política, expresada en los tediosos debates parlamentarios. En sus
crónicas periodísticas, día a día, traza la imagen de una sociedad alejada de
los imprevisible, donde todo parece regulado y queda poco espacio a la imaginación.
Un horizonte estrecho en el que nada puede ocurrir fuera del libreto. Los versos
de Juan Croniqueur transmiten esta sensación: “Una abulia indolente que me veda
luchar/ y me sume en la estéril lasitud de soñar”. El tedio.
A través de Rumi Maqui parecía
realizarse una fórmula de Marx: “encontrar en lo que existe de más antiguo las
cosas más nuevas”. El pasado inspiraba una revolución que no era precisamente
el alzamiento pasajero de un caudillo ni menos una montonera fugaz. Si el
personaje no existía, era necesario inventarlo. Entonces a Mariategui no le
preocuparían estas disquisiciones entre eruditas e inútiles. Importaba únicamente
aquello que encarnaba: la posibilidad del cambio social, la insurrección. Años después
escribirá “El pasado incaico ha entrado en nueva historia, reivindicado no por
los tradicionalistas sino por los revolucionarios. En esto consiste la derrota
del colonialismo… La revolución ha reivindicado nuestra más antigua tradición”.
El socialismo, antes que un discurso
ideológico, era la forma que adquiría en nuestro tiempo el mito. “La fuerza de
los revolucionarios no está en su ciencia, está en su fe, en su pasión, en su
voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito”.
Esta fuerza podía remover el Perú desde sus cimientos.
El cristianismo que lo atraía no
era equivalente a esa ortodoxia, supuestamente racional del tomismo, sino a los
arranques pasionales de los místicos, alejados de las jerarquías y en cambio
confundidos con las multitudes. Hubiera podido asumir esa definición según la
cual lo religioso nace de un sentimiento oceánico. La búsqueda de un horizonte
sin límites.
Era el sino del Perú. Mediante el
socialismo el país podría realizarse como nación, fusionando lo nuevo con lo
viejo, las ideas traídas de Europa- lo mejor de Occidente-con su tradición
histórica. Juntar en una sola obra las influencias externas con los impulsos
populares, lo andino con lo universal, lo cosmopolita con el “afincamiento en
la tierra, en la provincia, en lo más familiar e inmediato”.
El capitalismo tiende a
uniformar. Edificar un mercado interno implica abolir los localismos, las
tradiciones, los hábitos particulares sacrificados en beneficio de una lengua
común. La escuela fue también un instrumento en la propalación de nuevos valores.
La presencia de los adventistas tenía implicancias terrenales. Alfabetismo era
sinónimo de retroceso del quechua y el aymara. Toda la cultura andina quedó
colocada a la defensiva.
En 1927 el indigenismo no era un
movimiento cohesionado, sino una actitud, una intención que invitaba a
encontrar la clave del país en el mundo andino. Distanciarse de Europa, mirar
hacia el interior, recobrar el término tradición, arrebatárselo a los
conservadores y asignarle un nuevo contenido. Para ello era imprescindible
hacer confluir indigenismo y política.
Una imagen frecuente en la
literatura peruana ha sido identificar al indio con la piedra. Imagen ambivalente.
De un lado, se alude a su persistencia, a la tenacidad, a ese saber durar. De otro
lado, se sugiere el silencio, la carencia de expresión, incluso la
imposibilidad de entender cualquier mensaje. La piedra evoca a las
construcciones prehispánicas. La imagen lítica remite a los mitos andinos:
seres convertidos en piedras o dioses que pueden mover gigantescas piedras. A los
temores de los blancos: las galgas descolgadas que amenazan a los realistas o
la roca que sella la venganza de un indio.
El odio es solo ruego, la
esperanza de que algún día un inmenso incendio arrase con un orden tan injusto
como brutal. Que los indios dejen de estar abajo, más que explotados, se trata
de hombres humillados cotidianamente. La única forma de que este mundo se
invierta es convertir el odio en una pasión colectiva. Transferir el miedo. Solo
de esta manera sería posible romper con esa “dominación total”, sobre los
cuerpos y las almas, que los mistis ejercen.
Los campesinos de comunidades con
acceso al mercado y especialización productiva se encontraban, como es
evidente, mejor informados de la situación política nacional y eran más
propensos al cambio. En cambio, los campesinos que vivían en las haciendas
admitían difícilmente que las jerarquías podían variar, que la sociedad podía
cambiar, que fuera discutible el poder de los mistis; pero cuando, por una u
otra circunstancia, llegaban a asumir estas ideas, no se conformaban con
reivindicaciones limitadas, sino que iban más allá que los comuneros.
Sendero luminoso fue una especie
de rayo en cielo despejado. Aunque la metáfora es un lugar común, no hay otra
cosa que pueda resumir mejor la impresión causada por las acciones de un
movimiento que aparecía cuando la izquierda (mayoritariamente) asuma la vía
electoral y opta por respetar algunas reglas mínimas del “juego democrático” y
cuando, por otro lado, sociólogos y economistas trazaban la imagen de un país
cada vez más moderno, donde la urbanización era irreversible, los campesinos
bordeaban la desaparición y las clases populares se convertían en asalariados o
semiproletarios. Se constataba la desaparición de lo andino. El proceso recibió
el nombre de “descampesinización”. Se suponía que si algún día estallaba un
movimiento revolucionario en el Perú, este tendría como escenario a las nuevas
ciudades. La guerrilla rural era inimaginable en un país donde los campesinos
abandonaban el campo y donde la geografía- escarpada y eriaza- impedía a
cualquiera ocultarse. Cuando los militantes de Sendero Luminoso hablaban de
lucha armada, eran motivo de fácil réplica e incluso ironía, por parte de
contrincantes convencidos de que nunca emprenderían ese camino, ¿de dónde
además sacarían las armas?
El ejército entendió la lucha contra sendero como una guerra interna. Antes y en otros lugares, los ejércitos francés o americano habían entendido de la misma manera la lucha contra la subversión en Argelia o Vietnam. La guerra interna es una guerra colonial, pero en el Perú, para bien o para mal, colonos y colonizados integran el mismo país.
Es demasiado evidente la semejanza
entre los jóvenes mestizos de ahora y los del siglo XVI; en ambos casos aparecen
“desprovistos de todo”, obligados a la “vagancia” y la “depredación”,
condenados a convertirse en “hombres de vidas destruidas”, los mismos que en la
década de 1560 protagonizaron algunas “rebeliones” sin esperanza.
Para las gentes sin esperanza, la
utopía andina es el cuestionamiento de esa historia que los ha condenado a la
marginación. La utopía niega la modernidad y el progreso, la ilusión del desarrollo
entendida como la occidentalización del país. Hasta ahora, el resultado ha sido
la destrucción del mundo tradicional sin llegar a producir una sociedad
desarrollada. No funcionó el modelo de una economía exportadora de materias
primas. Parece demasiado tarde ensayar el camino de Taiwán.
La eficacia de la clase dominante
se expresa en última instancia en su capacidad para introducir sus valores y
concepciones entre los dominados. Cuando lo consigue, puede abrigar la esperanza
de una victoria postrera: que el nuevo orden, con otros personajes, termine
reproduciendo el viejo autoritarismo.
Las pasiones- aunque necesarias- a veces no permiten llegar tan lejos. En la historia de los movimientos milenaristas y mesiánicos hay un episodio recurrente: el fanatismo termina lanzándolos contra fuerzas muy superiores al margen de cualquier consideración táctica. El estado de tensión permanente al que están sujetos sus miembros los impele a buscar el fin lo más rápido posible. Esa mística que constituye su fuerza moral puede convertirse en su flanco más débil… si la pasión se amalgama con el marxismo y su capacidad de razonamiento. Esta es una mezcla altamente explosiva en un país que tiene, además, como telón de fondo a la miseria y las imposiciones de unos pocos. Y si no es necesariamente eficaz- la historia no garantiza nada ni a nadie- por lo menos puede generar un movimiento más consistente y menos efímero que aquellos abandonados a sus propias fuerzas.
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