El precio de la inteligencia. La evolución de la mente y sus consecuencias- Jordi Agustí, Enric Bufill y Marina Mosquera.

Hay cierta dosis de creatividad que va en detrimento del aprendizaje, y cierta dosis de imitación en el aprendizaje que va en detrimento de la creatividad.

Las neuronas neocorticales y del hipocampo, relacionadas con la memoria y funciones cognitivas complejas, es probable que presenten mayor neuroplasticidad que las neuronas de regiones cerebrales relacionadas con funciones automáticas, que no requieren ser modificadas por la experiencia.

En las neuronas pertenecientes a las áreas de asociación, la remodelación estructural y la creación de nuevas sinapsis persistiría durante la vida adulta, por lo que en dichas neuronas seguirían manifestándose características juveniles, es decir, propiedades que habitualmente se asocian a las células inmaduras. Entre ellas destaca la expresión durante la edad adulta de genes relacionados con el desarrollo cerebral, los cuales contribuirían a aumentar la neuroplasticidad en el adulto y, por lo tanto, las capacidades de aprendizaje, memoria y otras funciones cognitivas complejas. En dichas neuronas se habría producido una neotenia neuronal, es decir, la retención de rasgos juveniles durante la madurez.

Las áreas cerebrales humanas en las que persisten características juveniles a lo largo de la vida, están relacionadas con el aprendizaje, con distintas formas de memoria, operativa y autobiográfica, y con características que se asocian a la conciencia extendida.

La memoria de larga duración se da cuando una memoria reciente se recrea de modo reiterado y relativamente recurrente durante varios años, de manera que los circuitos neurales que se activan en el acto de recordar se van estandarizando por sensibilización acumulativa de las neuronas implicadas.

Toda la complejidad contenida en estos procesos técnicos, secuencias gestuales, control de territorios, mapas mentales, previsión y organización, y, además, su expansión geográfica por varios continentes, todo ello no puede darse, según muchos investigadores, sin la ayuda de un lenguaje notablemente complejo.

Si se pierde el código de traducción, perdemos el significado en un sistema simbólico.

La ingesta de carne permitió el crecimiento cerebral en los primeros Homo, al mismo tiempo que se producía una reducción del tubo digestivo. Dicha reducción permitió utilizar más cantidad de la energía procedente de los alimentos para construir un cerebro mayor y más complejo. Pero el cerebro es un órgano energéticamente caro: aunque su peso representa únicamente el 2,3 por 100 del peso total del cuerpo, consume más del 20 por 100 de la energía utilizada por el organismo.

Dicho aumento de memoria asociado al lenguaje tuvo que traducirse sin duda en cambios genéticos que condujeron a un incremento de la conectividad y tamaño de los lóbulos prefrontales y de la neuroplasticidad. El desarrollo de la «realidad virtual», creada por la mente humana, habría acabado modificando nuestro propio genoma.

Por tanto, cuanto más largo sea el periodo de desarrollo extrauterino en un ámbito social, más se incrementará el potencial del aprendizaje del individuo.

La mayor parte de genes asociados a la función cerebral, que han sido seleccionados durante la evolución del género Homo, parecen tener relación con el aumento del tamaño cerebral y con la plasticidad y función sinápticas, permitiendo que las neuronas humanas pertenecientes a áreas cerebrales relacionadas con funciones cognitivas complejas retuvieran características juveniles en la edad adulta, mejorando las capacidades de aprendizaje, memoria y procesamiento de la información.

Somos humanos gracias a nuestro excepcional cerebro y a la comunicación entre múltiples cerebros mediante la cultura simbólica. La coevolución gen-cerebro-cultura se repite en cada uno de nosotros durante nuestro desarrollo individual.

Si en alguna cosa se ha especializado nuestra especie es en la inteligencia y en la capacidad de pensamiento simbólico. Al crear el nicho cognitivo, que tal vez sería más apropiado denominar «simbólicocultural», los antepasados del ser humano moderno crearon un nuevo entorno, constituido por el lenguaje, la cultura y la tecnología, el cual pudo dar lugar a nuevas presiones selectivas que indujeron la selección de genes que pudieron contribuir a incrementar nuestra capacidad cognitiva.

La necesidad de adaptarse a dicho entorno ha conducido al retraso genómico, es decir, al desfase existente entre nuestro genoma, que condiciona una fisiología y psicología seleccionadas para sobrevivir en el medio en que evolucionó la especie humana, y el mundo artificial creado por la cultura, cuya acelerada evolución impide que se seleccionen las adaptaciones correspondientes, provocando en muchos seres humanos trastornos físicos y emocionales.

El incremento de complejidad habría hecho más vulnerable el cerebro de Homo sapiens, principalmente ante factores capaces de interferir con el desarrollo cerebral o asociados a la edad.

En los últimos 10.000 años y especialmente en los doscientos años transcurridos desde el inicio de la revolución industrial, la inteligencia humana ha transformado el mundo con tal rapidez que nuestro genoma no ha dispuesto del tiempo necesario para adaptarse a él. Dicho fenómeno, también llamado retraso genómico, constituye la causa de numerosos trastornos y enfermedades que afectan a la humanidad actual.

A pesar de nuestra capacidad de lenguaje y pensamiento abstracto, de nuestra flexibilidad conductual y de los impresionantes logros alcanzados por la cultura y la tecnología, estamos condicionados por pulsiones, necesidades y emociones adaptadas, no al entorno actual, sino al medio ancestral en el que evolucionó la especie humana. Desde el punto de vista anatómico, fisiológico, instintivo y emocional, Homo sapiens sigue siendo básicamente un primate cazador-recolector, adaptado evolutivamente a la vida en grupos compuestos por un pequeño número de individuos. Si fuéramos capaces de asumir este hecho quizá llevaríamos vidas más tranquilas y saludables.

A pesar del importante cambio que supuso la agricultura en la forma de vivir de nuestros antepasados, el cambio más drástico que ha experimentado la humanidad, en cuanto a estilo de vida, se ha producido en los últimos doscientos años con la llegada de la revolución industrial.

La diferencia entre el estilo de vida de los cazadores-recolectores y el de los habitantes de una gran ciudad actual no puede ser más radical. El entorno que rodeó la evolución de nuestra especie, aunque variable, implicaba una baja densidad de población, la necesidad de realizar ejercicio físico intenso, una alimentación pobre en ácidos grasos saturados, niveles bajos de colesterol en sangre, ingesta baja de sodio y azúcares, contacto permanente con la naturaleza, cambios sociales y tecnológicos lentos y vida en grupos relativamente igualitarios de cuyos miembros se recibía apoyo material y emocional. El estrés, representado por depredadores, enemigos o catástrofes naturales, era ocasional y se combatía desplegando una gran actividad física.

Los miembros de las actuales ciudades industriales, por el contrario, suelen verse obligados a soportar altas densidades de población, aglomeraciones, una vida sedentaria, una alimentación excesiva y rica en ácidos grasos saturados, sodio y azúcar, ambientes excesivamente ruidosos, trabajos monótonos y repetitivos, exceso de reglamentaciones, vida en sociedades altamente jerarquizadas, aislamiento del medio natural en el que transcurrió nuestra evolución, estrés emocional ante el cual ya no cabe luchar o huir y, a pesar de vivir entre multitudes, aislamiento social y emocional. Todo ello ha contribuido a la alta frecuencia de enfermedades cardiovasculares, obesidad, diabetes y trastornos emocionales, como depresión y ansiedad, que se han convertido en una epidemia en las sociedades desarrolladas.

El sedentarismo podría inducir también diversos trastornos de la función cerebral. El ejercicio físico incrementa la generación de nuevas neuronas (neurogénesis), la neuroplasticidad, mejorando las capacidades de aprendizaje y memoria, y los niveles de factores neurotróficos, que tienden a disminuir con la edad y con las dietas ricas en grasas (Vaynman et al., 2006). Con el ejercicio se activan también áreas cerebrales relacionadas con la recompensa, la motivación y la resolución de problemas. La disminución de la actividad de dichas áreas puede contribuir a la aparición de depresión mental.

Los cambios inducidos por la cultura se han hecho excesivamente rápidos para que el ser humano pueda adaptarse a ellos mediante la mutación y selección genética. Nuestros genes fueron seleccionados para adaptarse a un entorno que ya no existe, por lo que genes que fueron útiles en el entorno ancestral en el que se produjo nuestra evolución pueden incrementar la susceptibilidad a determinadas enfermedades propias del mundo desarrollado.

El sistema emocional arcaico de Homo sapiens, unido a su poderosa imaginación, le impide una correcta adaptación al medio artificial que ha creado. Dado que no parece posible cambiar nuestra fisiología y emociones en un futuro cercano, tal vez sería útil imitar, en cuanto a ejercicio, dieta y redes de apoyo social se refiere, a los pueblos cazadores-recolectores, dentro de las posibilidades que nuestra sociedad permite.

Todo parece indicar que los trastornos emocionales son mucho más frecuentes en aquellos países que disfrutan de un mejor sistema sanitario, mayor bienestar económico y abundancia material.

La capacidad de razonar, característica de nuestra especie, ha ido mucho más allá, creando la moral, los valores y la ética. Cabe preguntarse, sin embargo, si habríamos llegado a desarrollar un sentido ético sin la influencia de los impulsos biológicos afiliativos. No debe olvidarse que la capacidad de razonar del ser humano es un producto de la selección natural y que también ha producido la explotación económica, los totalitarismos y el genocidio.

Parte del incremento de depresión y ansiedad que se da en las sociedades desarrolladas puede atribuirse a la represión de nuestras pulsiones afiliativas, a las que Darwin llamaba «instintos sociales». Los miembros de nuestra especie han necesitado siempre el apoyo de parientes y amigos y de un largo periodo de cuidado de los hijos, todo ello importante para la supervivencia personal y transmisión de los propios genes, motivo por el que estas actividades suelen resultar profundamente satisfactorias.

Uno de los mayores problemas con los que se enfrenta el ser humano sea el haber pasado, en el breve espacio de cinco mil años, con la aparición de las primeras ciudades, de una sociedad tribal y personal a una sociedad supertribal y despersonalizada

Todo ello, junto con el estrés permanente que mantiene constantemente activado el sistema de lucha-huida, podría estar en la base de los numerosos trastornos emocionales que caracterizan a nuestra sociedad. Dichos trastornos, que no constituyen en realidad enfermedades sino dificultades de adaptación, son uno de los precios a pagar por nuestra inteligencia. Esta ha construido, en un lapso de tiempo muy corto en términos evolutivos, un entorno muy diferente de aquel en el que evolucionó nuestro género y al cual nuestro genoma no ha tenido tiempo de adaptarse.

El problema del retraso genómico podría ser amortiguado mediante la aplicación de medidas basadas en el conocimiento de nuestra naturaleza. La comprensión de la naturaleza humana, más urgente que nunca, no es un problema estrictamente académico sino que puede tener importantísimas consecuencias prácticas.

Una sociedad basada en la información no podrá seguir permitiéndose desperdiciar las capacidades cognitivas de nuestra especie: la mayor parte de los seres humanos se verán obligados a convertirse en estudiantes vitalicios. Además tendrán que adaptarse a continuos cambios tecnológicos y sociales.

No existe la seguridad absoluta de que las tendencias actuales vayan a mantenerse el tiempo suficiente para permitir los cambios evolutivos antes descritos. La superpoblación, el cambio climático o desastres ecológicos podrían llevar al colapso de nuestra especie y a una reducción drástica del número de seres humanos en el planeta. En este caso, la civilización tal como la conocemos habría sido el equivalente de unas agradables vacaciones durante las cuales se habría relajado la implacable acción de la selección natural. En las condiciones creadas por dicho colapso, la selección natural volvería a actuar con toda su crudeza y solo desplegando todo nuestro ingenio lograríamos sobrevivir. Sean cuales sean los escenarios que debamos afrontar en el futuro, las únicas opciones para nuestra especie son el desarrollo de la inteligencia o la extinción.

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