El tema de nuestro tiempo- José Ortega y Gasset.
Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raiz. Aquellas son épocas de filosofía pacífica; estas con épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado mediante su radical superación.
Cuando el pensamiento se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otro, una escasa minorpia de corazones de vanguardia, de almas alerta que vislumbran a los lejos zonas de piel aún intacta. Esta minoría vive condenada a no ser bien entendidas.
Las masas huamanas son receptivas: se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida personal e iniciadora.
La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional en que los hombres más enérgicos- cualquiera que sea la forma de esta energía- han operado sobre las masas dándoles una determinada configuración.
Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada.
ha habido generaciones que sintieron una suficiente homogeneidad entre lo recibido y lo propio. Entonces se vive épocas cumulativas. Otras veces han sentido una profunda heterogeneidad entre ambos elementos, y sobrevinieron épocas eliminatorias y polémicas, generaciones de combate. En las primeras, los nuevos jóvenes, solidarizados con los viejos, se supeditan a ellos: en la política, en la ciencia, en las artes siguen dirigiendo los ancianos. Son tiempos de viejos. En las segundas, como no se trata de conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos quedan barridos por los mozos. Son tiempos de jóvenes, edades de iniciación y beligerancia constructiva.
No es admisible que las personas obligadas por sus relevantes condiciones intelectuales a asumir la responsabilidad de nuestro tiempo vivan, como el vulgo, a la deriva, atenidas a las superficiales vicisitudes de cada momento, sin buscar una rigurosa y amplia orientación en los rumbos de la historia.
Pasa lo propio que con los destinos individuales: nadie sabe lo que le va a acontecer mañana, pero sí sabe cuál es su carácter, sus apetitos, sus energías, y, por tanto, cuál será el estilo de sus reacciones ante aquellos accidentes. Toda vida tiene una órbita normal preestablecida, en cuya línea pone el azar, sin desvirtuarla esencialmente, sus sinuosidades e identaciones.
Nada menos habitual, en efecto, que esa torsión de la mente haciadentro de sí misma. El hombre se ha formado en la lucha con lo exterior, y solo le es fácil discernir las cosas que estén fuera. Al mirar dentro de sí se le nubla la vista y padece vértigo.
Con heroica audacia. Descartes decide que el verdadero mundo es el cuantitativo, el geométrico; el otro, el mundo cualitativo e inmediato, que nos rodea lleno de gracia y sugestión, queda descalificado y se le considera, en cierto modo, como ilusorio.
La física y la filosofía de Descartes fueron la primera manifestación de un estado de espíritu nuevo, que un siglo más tarde iba a extenderse por todas las formas de vida y dominar en el salón, en el estrado,en la plazuela.
Y esto es, precisamente, lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista- que salva la razón y nulifica la vida-, ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón.
Somos de una época en la medida en que nos sentimos capaces de aceptar su dilema y combatir desde uno de los bordes en la trinchera que este ha tajado. Porque vivir es, en un esencial sentido que luego nos saldrá al paso, alistamiento bajo banderas y disposición al combate. Vivire militare est, decía Séneca, haciendo un noble gesto de legionario. Lo que no se nos puede pedir es que tomemos partido en una lid que dentro de nosotros hallamos ya resuelta. Cada generación ha de ser lo que los hebreos llamaban Neftalí, que quiere decir: "Yo he combatido mis combates".
Pienso lo que pienso, como transformo los alimentos o bate la sengre micorazón. En los tres casos se trata de necesidades vitales. Entender un fenómeno biológico es mostrar su necesidad para la perduración del individuo, o, lo que es lo mismo, descubriri su utilidad vital. En mí, como individuo orgánicos, encuentra, pues, mi pnesamiento su causa y justificación: es un instrumento para mi vida, órgano de ella, que ella regula y gobierna.
Llamamos error a un pensamiento fracasado, a un pensamiento que no lo es propiamente. Su misión es reflejar el mundo de las cosas, acomodarse a ellas de un u otro modo; en suma, pensat es pensar la verdad, como digeriri es aimilar los manjares. Y el error no anula la verdad del pensamiento, como la indigestión no suprimer el hecho del proceso asimilatorio.
En la funcipon intelectual, pues, no logro acomodarme a mí, serme útil, si no me acomodo a lo que no soy. a las cosasen torno mío, al mundo transorgánico, a lo que trasciende de mí. Pero también viceversa: la verdad no existe si no la piensa el sujeto, si no nace en nuestro ser orgánico el acto mental, con su faceta ieludible de convicción íntima. Para ser verdadero el pensamiento necesita coincidir con las cosas, con lo trascendente de mí; mas al propio tiempo, para que ese pensamiento exista tengo yo que pensarlo, tengo que adherir a su verdad, alojarlo íntimamente en mi vida, hacerlo inmanente al peqeuño orbe biológico que yo soy.
En la idoelogía moderna, "espíritu" no significa algo así como "alma": lo espiritual no es una sustancia incorpórea, no es una realidad. Es simplemente una cualidad que poseen unas cosas y otras no.. Esta cualidad consiste en tener un sentido, un valor propio.
El culturalista se embarca en el adjetivo «espiritual» y corta las amarras con el sustantivo «vida» sensu stricto, olvidando que el adjetivo no es más que una especificación del sustantivo y que sin éste no hay aquél.
La cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos.
La razón pura no puede suplantar a la vida: la cultura del intelecto abstracto no es, frente a la espontánea, otra vida que se baste a sí misma y pueda desalojar a aquélla. Es tan sólo una breve isla flotando sobre el mar de la vitalidad primaria. Lejos de poder sustituir a ésta, tiene que apoyarse en ella, nutrirse de ella como cada uno de los miembros vive del organismo entero.
Es urgente dar fin a la tradicional hipocresía, que finge no ver en ciertos individuos humanos, culturalmente poco o nada apreciables, una magnífica gracia animal. Bien entendido, una gracia animal humana; la gracia del tipo «hombre» en su aspecto exclusivamente zoológico, pero con todas sus potencias específicas, a las cuales en rigor no añade ninguna la cultura. (Cultura es sólo una cierta dirección en el cultivo de esas potencias animales). El caso más notorio es Napoleón, frente a cuya deslumbrante ejemplaridad vital quieren taparse los ojos beatos de una u otra observancia: el místico y el demócrata.
La realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva en uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo.
En la razón misma encontraremos un abismo de irracionalidad. La causa supone siempre otra causa y aparece siempre como miembro de una cadena infinita, en el doble sentido de no acabada y de exigente de ilimitada prosecución. Kant decía: " la totalidad de las conidicones (o causas) no es dada nunca al pensamiento, sino que le es propuesta como una tarea o problema infinito".
Una época es un repertorio de tendencias positivas y negativas, es un sistema de agudezas y clarividencias unido a un sistema de torpezas y cegueras. No es sólo un querer ciertas cosas, sino también un decidido no querer otras. Al iniciarse un tiempo nuevo, lo primero que advertimos es la presencia mágica de estas propensiones negativas que empiezan a eliminar la fauna y la flora de la época anterior, como el otoño se advierte en la fuga de las golondrinas y la caída de las hojas.
Este pensamiento, que no viene de la colectividad inmemorial, que no es el de los «padres», esta ideación sin abolengo, sin genealogía, sin prestigio de blasones, tiene que ser hija de sus obras, sostenerse por su eficacia convictiva, por sus perfecciones puramente intelectuales. En una palabra: tiene que ser una razón.
La razón pura se mueve siempre entre superlativos y absolutos. Por eso se llama a sí misma pura. Es incorruptible y no anda con contemplaciones. Cuando define un concepto, le dota de atributos perfectos. Sólo sabe pensar yéndose al último límite, radicalmente. Como opera sin contar con nada más que consigo misma, no le cuesta mucho dar a sus creaciones el máximo pulimento. Así, en el orden de las cuestiones políticas y sociales, cree haber descubierto una constitución civil, un derecho, perfectos, definitivos, los únicos que tales nombres merecen.
Sobreviene un extraño desdén hacia las realidades; vueltos de espalda a ellas, los hombres se enamoran de las ideas como tales. La perfección de sus aristas geométricas los entusiasma hasta el punto de olvidar que, en definitiva, la misión de la idea es coincidir con la realidad que en ella va pensada. Entonces se produce la total inversión de la perspectiva espontánea. Hasta entonces se había usado de las ideas como de meros instrumentos para el servicio de las necesidades vitales. Ahora se va a hacer que la vida se ponga al servicio de las ideas. Este vuelco radical de las relaciones entre la vida e idea es la verdadera esencia del espíritu revolucionario.
Todo pueblo tiene su edad antigua, su edad media, su edad moderna. Con este uso cambia por completo el sentido de la periodización tradicional, y sus tres estadios dejan de ser rótulos externos, convencionales o dialécticos, para cargarse de un sentido más real y como biológico. Son la infancia, la juventud, la madurez de cada pueblo.
Este origen intelectual de las revoluciones recibe elegante comprobación cuando se advierte que el radicalismo, duración y módulo de aquéllas son proporcionales a lo que sea la inteligencia dentro de cada raza. Razas poco inteligentes son poco revolucionarias. El caso de España es bien claro: se han dado y se dan extremadamente en nuestro país todos los otros factores que se suelen considerar decisivos para que la revolución explote. Sin embargo, no ha habido propiamente espíritu revolucionario. Nuestra inteligencia étnica ha sido siempre una función atrofiada que no ha tenido un normal desarrollo. Lo poco que ha habido de temperamento subversivo se redujo, se reduce, a reflejo del de otros países. Exactamente lo mismo que acontece con nuestra inteligencia: la poca que hay es reflejo de otras culturas.
Pero he dicho al comienzo que ese espíritu es tan sólo un estadio de la órbita que recorre todo gran ciclo histórico. Le precede un alma racionalista, le sigue un alma mística, más exactamente, supersticiosa.
El alma tradicionalista es un mecanismo de confianza, porque toda su actividad consiste en apoyarse sobre la sabiduría indubitada del pretérito. El alma racionalista rompe esos cimientos de confianza con el imperio de otra nueva: la fe en la energía individual, de que es la razón momento sumo. Pero el racionalismo es un ensayo excesivo, aspira a lo imposible. El propósito de suplantar la realidad con la idea es bello por lo que tiene de eléctrica ilusión, pero está condenado siempre al fracaso. Empresa tan desmedida deja tras de sí transformada la historia en un área de desilusión. Después de la derrota que sufre en su audaz intento idealista, el hombre queda completamente desmoralizado. Pierde toda fe espontánea, no cree en nada que sea una fuerza clara y disciplinada. Ni en la tradición ni en la razón, ni en la colectividad ni en el individuo. Sus resortes vitales se aflojan, porque, en definitiva, son las creencias que abriguemos quienes los mantienen tensos.
El alma envilecida no es capaz de ofrecer resistencia al destino, y busca en las prácticas supersticiosas los medios para sobornar esas voluntades ocultas.
El alma supersticiosa es, en efecto, el can que busca un amo.
Quiere servir ante todo: a otro hombre, a un emperador, a un brujo, a un ídolo. Cualquier cosa, antes que sentir el terror de afrontar solitario, con el propio pecho, los embates de la existencia.
Tal vez el nombre que mejor cuadra al espíritu que se inicia tras el ocaso de las revoluciones sea el de espíritu servil.
Para el viejo relativismo, nuestro conocimiento es relativo, porque lo que aspiramos a conocer (la realidad tempo-espacial) es absoluto y no lo conseguimos. Para la física de Einstein, nuestro conocimiento es absoluto; la realidad es la relativa.
Así, en el hombre lo que solemos llamar su carácter es su manera de reaccionar ante lo exterior —cosas, personas, sucesos.
No hay un espacio absoluto porque no hay una perspectiva absoluta. Para ser absoluto, el espacio tiene que dejar de ser real —espacio lleno de cosas— y convertirse en una abstracción. La teoría de Einstein es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Amplíese esta idea a lo moral y a lo estético, y se tendrá una nueva manera de sentir la historia y la vida. El individuo, para conquistar el máximum posible de verdad, no deberá, como durante centurias se le ha predicado, suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo, que solía llamarse «visión de las cosas sub specie aeternitatis». El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperativo unipersonal que representa su individualidad.
Porque lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas —científicos o políticos—, sino algo peor: es que no acepta el problema —lo real— según se presenta; antes bien, desde luego —a priori— le impone una caprichosa forma.
Lorentz y Einstein, situados ante el mismo experimento, toman resoluciones opuestas. Lorentz, representando en este punto el viejo racionalismo, cree forzoso admitir que es la materia quien cede y se contrae. La famosa «contracción de Lorentz» es un ejemplo admirable de utopismo. Es el Juramento del Juego de Pelota transplantado a la física. Einstein adopta la solución contraria. La geometría debe ceder; el espacio puro tiene que inclinarse ante la observación, tiene que encorvarse. Suponiendo una perfecta congruencia en el carácter, llevado Lorentz a la política, diría: perezcan las naciones y que se salven los principios. Einstein, en cambio, sostendría: es preciso buscar principios para que se salven las naciones, porque para eso están los principios.
Para Einstein, el papel de la razón es mucho más modesto: de dictadora pasa a ser humilde instrumento, que ha de confirmar en cada caso su eficacia.
La razón deja de ser norma imperativa y se convierte en arsenal de instrumentos; la observación prueba éstos y decide sobre cuál es el oportuno. Resulta, pues, la ciencia de una mutua selección entre las ideas puras y los puros hechos. Este es uno de los rasgos que más importa subrayar en el pensamiento de Einstein, porque en él se inicia toda una nueva actitud ante la vida. Deja la cultura de ser como hasta aquí una norma imperativa, a que nuestra existencia ha de amoldarse. Ahora entrevemos una relación entre ambas, más delicada y más justa. De entre las cosas de la vida son seleccionadas algunas como posibles formas de cultura; pero de entre estas posibles formas de cultura, selecciona a su vez la vida las únicas que deberán realizarse.
No se descubren más verdades que las que de antemano se buscan.
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