Historia del siglo XX (1914-1991)- Eric Hobsbawm

La humanidad es mucho más instruida que en 1914. De hecho, probablemente por primera vez en la historia puede darse el calificativo de alfabetizados, al menos en las estadísticas oficiales, a la mayor parte de los seres humanos. Sin embargo, en los años finales del siglo es mucho menos patente que en 1914 la trascendencia de ese logro, pues es enorme, y cada vez mayor, el abismo existente entre el mínimo de competencia necesario para ser calificado oficialmente como alfabetizado (frecuentemente se traduce en un «analfabetismo funcional») y el dominio de la lectura y la escritura que aún se espera en niveles más elevados de instrucción.

La segunda transformación es más significativa. Entre 1914 y el comienzo del decenio de 1990, el mundo ha avanzado notablemente en el camino que ha de convertirlo en una única unidad operativa, lo que era imposible en 1914. De hecho, en muchos aspectos, particularmente en las cuestiones económicas, el mundo es ahora la principal unidad operativa y las antiguas unidades, como las «economías nacionales», definidas por la política de los estados territoriales, han quedado reducidas a la condición de complicaciones de las actividades transnacionales. 

En las postrimerías de esta centuria ha sido posible, por primera vez, vislumbrar cómo puede ser un mundo en el que el pasado ha perdido su función, incluido el pasado en el presente, en el que los viejos mapas que guiaban a los Seres humanos, individual y colectivamente, por el trayecto de la vida ya no reproducen el paisaje en el que nos desplazamos y el océano por el que navegamos. Un mundo en el que no sólo no sabemos adonde nos dirigimos, sino tampoco adonde deberíamos dirigimos.

Indudablemente, tanto el carácter total de la guerra como la determinación de ambos bandos de proseguir la lucha hasta el final sin importar el precio dejaron su impronta. Sin ella es difícil explicar la creciente brutalidad e inhumanidad del siglo XX. Lamentablemente no es posible albergar duda alguna respecto a la escalada creciente de la barbarie. Al comenzar el siglo xx la tortura había sido eliminada oficialmente en toda Europa occidental, pero desde  1945 nos hemos acostumbrado de nuevo, sin sentir excesiva repulsión, a su utilización al menos en una tercera parte de los estados miembros de las Naciones Unidas, entre los que figuran algunos de los más antiguos y más civilizados.

Las mayores crueldades de nuestro siglo han sido las crueldades impersonales de la decisión remota, del sistema y la rutina, especialmente cuando podían justificarse como deplorables necesidades operativas.

Ambos conflictos concluyeron con el derrumbamiento y —como veremos en el siguiente capítulo— la revolución social en extensas zonas de Europa y Asia, y ambos dejaron a los beligerantes exhaustos y debilitados, con la excepción de los Estados Unidos, que en las dos ocasiones terminaron sin daños y enriquecidos, como dominadores económicos del mundo.

Así pues, y contra lo esperado, la Rusia soviética sobrevivió. Los bolcheviques extendieron su poder y lo conservaron, no sólo durante más tiempo del que había durado la Comuna de París de 1871 (como observó con orgullo y alivio Lenin una vez transcurridos dos meses y quince días), sino a lo largo de varios años de continuas crisis y catástrofes: la conquista de losalemanes y la dura paz que les impusieron, las secesiones regionales, la contrarrevolución, la guerra civil, la intervención armada extranjera, el hambre y el hundimiento económico. La única estrategia posible consistía en escoger, día a día, entre las decisiones que podían asegurar la supervivencia y las que podían llevar al desastre inmediato.

En los Estados Unidos, los finlandeses, que durante mucho tiempo fueron la comunidad de inmigrantes más intensamente socialista, se convirtieron en masa al comunismo, multiplicándose en los inhóspitos asentamientos mineros de Minnesota las reuniones «donde la simple mención del nombre de Lenin hacía palpitar el corazón ... En medio de un silencio místico, casi en un éxtasis religioso, admirábamos todo lo que procedía de Rusia». En suma, la revolución de octubre fue reconocida universalmente como un acontecimiento que conmovió al mundo.

Un personaje si cabe menos bolchevique, el escritor checo Jaroslav Hasek —futuro autor de una obra maestra. Las aventuras del buen soldado Schwejk— se encontró por primera vez en su vida siendo militante de una causa y, lo que es aún más sorprendente, sobrio. Participó en la guerra civil como comisario del ejército rojo y regresó a continuación a Praga, para desempeñar de nuevo el papel de anarcobohemio y borracho con el que estaba más familiarizado, afirmando que la Rusia soviética posrevolucionaria no le agradaba tanto como la revolución.

La primera reacción occidental ante el llamamiento de los bolcheviques a los pueblos para que hicieran la paz —así como su publicación de los tratados secretos en los que los aliados habían decidido el destino de Europa— fue la elaboración de los catorce puntos del presidente Wilson, en los que se jugaba la carta del nacionalismo contra el llamamiento internacionalista de Lenin. Se iba a crear una zona de pequeños estados nacionales para que sirvieran a modo de cordón sanitario contra el virus rojo.

El número total de soldados que formaban este ejército implacable y disciplinado que tenía como objetivo la emancipación humana no era más que de unas decenas de millares, y los profesionales del movimiento comunista internacional, «que cambiaban de país más frecuentemente que de zapatos», como escribió Bertolt Brecht en un poema en el que les rindió homenaje, eran sólo algunos centenares. No hay que confundirlos con lo que los italianos llamaban, en los días en que contaban con un fuerte Partido Comunista, «el pueblo comunista», los millones de seguidores y miembros de base, para quienes el sueño de una sociedad nueva y buena también era real, aunque en la práctica el suyo no era sino el activismo cotidiano del viejo movimiento socialista, y su compromiso era un compromiso de clase y comunitario más que de dedicación personal. Pero, aunque fueran un núcleo reducido, el siglo XX no puede entenderse sin ellos.

Con anterioridad a la primera guerra mundial, la guerrilla no figuraba entre las tácticas de los revolucionarios.

La segunda oleada de la revolución social mundial surgió de la segunda guerra mundial, al igual que la primera había surgido de la primera guerra mundial, aunque en una forma totalmente distinta. En la segunda ocasión, fue la participación en la guerra y no su rechazo lo que llevó la revolución al poder.

Los comunistas chinos que establecieron sus zonas soviéticas rurales en 1927-1928 descubrieron, con injustificada sorpresa, que convertir a su causa una aldea dominada por un clan ayudaba a establecer una red de «aldeas rojas» basadas en clanes relacionados con aquél, pero también les involucraba en la guerra contra sus enemigos tradicionales, que constituían una red similar de «aldeas negras». «En algunos casos —se lamentaban—, la lucha de clases pasaba a ser la lucha de una aldea contra otra. Se daban casos en que nuestras tropas tenían que asediar y destruir aldeas enteras».

En suma, la historia del siglo xx no puede comprenderse sin la revolución rusa y sus repercusiones directas e indirectas. Una de las razones de peso es que salvó al capitalismo liberal, al permitir que Occidente derrotara a la Alemania de Hitler en la segunda guerra mundial y al dar un incentivo al capitalismo para reformarse y (paradójicamente, debido a la aparente inmunidad de la Unión Soviética a los efectos de la Gran Depresión) para abandonar la ortodoxia del libre mercado. De esto nos ocuparemos en el próximo capítulo.

En resumen, «a diferencia de los ferrocarriles, de los barcos de vapor o de la introducción del acero y de las máquinas herramientas —que reducían los costes—, los nuevos productos y el nuevo estilo de vida requerían, para difundirse con rapidez, unos niveles de ingresos cada vez mayores y un elevado grado de confianza en el futuro». Pero eso era precisamente lo que se estaba derrumbando.

Además, sin el triunfo de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo internacional, con Berlín como su Moscú.

Los fascistas eran los revolucionarios de la contrarrevolución: en su retórica, en su atractivo para cuantos se consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a transformarla de forma radical, e incluso en su deliberada adaptación de los símbolos y nombres de los revolucionarios sociales, tan evidente en el caso del «Partido Obrero Nacionalsocialista» de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la inmediata adopción del 1.° de mayo de los rojos como fiesta oficial, en 1933.

Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del desorden.

Finalmente, ya se ha señalado que el fascismo dinamizó y modernizó las economías industriales, aunque no obtuvo tan buenos resultados como las democracias occidentales en la planificación científico-tecnológica a largo plazo.

Mientras que los regímenes fascistas europeos aniquilaron los movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos inspirados por él fueron sus creadores. Con independencia de su filiación intelectual, no puede decirse que se trate de la misma clase de movimiento.

Alemania era considerada como el corazón y la única garantía de un futuro orden europeo, con el manido recurso a Carlomagno y al anticomunismo. Se trata de una fase del desarrollo de la idea de Europa en la que no les gusta detenerse a los historiadores de la Comunidad Europea de la posguerra. Las unidades militares no alemanas que lucharon bajo la bandera germana en la segunda guerra mundial, encuadradas sobre todo en las SS, resaltaban generalmente ese elemento transnacional.

En términos generales, el alineamiento de un nacionalismo local junto al fascismo dependía de si el avance de las potencias del Eje podía reportarle más beneficios que inconvenientes y de si su odio hacia el comunismo o hacia algún otro estado, nacionalidad o grupo étnico (los judíos, los serbios) era más fuerte que el rechazo que les inspiraban los alemanes o los italianos. Por ejemplo, los polacos, aunque albergaban intensos sentimientos antirrusos y antijudíos, apenas colaboraron con la Alemania nazi, mientras que sí lo hicieron los lituanos y una parte de la población de Ucrania (ocupados por la URSS desde 1939-1941).

Después de todo, a juicio de una gran parte de los políticos británicos y franceses, lo más que se podía conseguir era preservar un statu quo insatisfactorio y probablemente insostenible. -Y había, además, al final de todo, la duda acerca de si, en caso de que fuera imposible mantener el statu quo, no era mejor el fascismo que la solución alternativa: la revolución social y el bolchevismo.- Si sólo hubiera existido la versión italiana del fascismo, pocos políticos conservadores o moderados habrían vacilado. Incluso Winston Churchill era pro italiano.

Curiosamente, ni los partidos del comunismo moscovita, ni los de inspiración fascista tenían una presencia importante en España antes de la guerra civil, ya que allí se daba una situación anómala, con predominio de los anarquistas de ultraizquierda y de los carlistas de ultraderecha.

Todo cuanto podía causar la perplejidad del aficionado al arle burgués convencional era aceptado como dada.

De hecho, el primer gran escritor moderno chino, Lu Hsün (1881-1936), rechazó los modelos occidentales y dirigió su mirada a la literatura rusa, en la que «podemos apreciar el alma generosa de los oprimidos, sus sufrimientos y sus luchas» (Lu Hsün, 1975, p. 23). Para la mayoría de los talentos creadores del mundo no europeo, que ni se limitaban a sus tradiciones ni estaban simplemente occidentalizados, la tarea principal parecía ser la de descubrir, desvelar y representar la realidad contemporánea de sus pueblos. Su movimiento era el realismo.

Hubo un efecto secundario de esta extraordinaria explosión que apenas si recibió atención, aunque, visto desde la actualidad, ya presentaba un aspecto amenazante: la contaminación y el deterioro ecológico. Durante la edad de oro apenas se fijó nadie en ello, salvo los entusiastas de la naturaleza y otros protectores de las rarezas humanas y naturales, porque la ideología del progreso daba por sentado que el creciente dominio de la naturaleza por parte del hombre era la justa medida del avance de la humanidad.

Económicamente, en cambio, la separación los convertiría, con toda certeza, en mucho más dependientes de las entidades transnacionales cada vez más determinantes en estas cuestiones. El mundo más conveniente para los gigantes multinacionales es un mundo poblado por estados enanos o sin ningún estado.

El cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad de este siglo, y el que nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte del campesinado. Y es que, desde el Neolítico, la mayoría de seres humanos había vivido de la tierra y de los animales domésticos o había recogido los frutos del mar pescando.

Y, por supuesto, las ex colonias recién independizadas que proliferaron en los años sesenta insistieron en tener sus propias instituciones de enseñanza superior como símbolo de independencia, del mismo modo que insistían en tener una bandera, una línea aérea o un ejército.

Como un buen general —y Lenin fue ante todo un estratega— no quería discusiones en las filas que pudiesen entorpecer su eficacia práctica. Además, al igual que otros genios pragmáticos, Lenin estaba convencido de estar en posesión de la verdad, y tenía poco tiempo para ocuparse de las opiniones ajenas. En teoría era un marxista ortodoxo, casi fundamentalista, porque tenía claro que jugar con el texto de una teoría cuya esencia era la revolución podía dar ánimos a pactistas y reformistas. En la práctica, no dudó en modificar las opiniones de Marx y en agregarles generosos añadidos de cosecha propia, proclamando siempre su lealtad literal al maestro.

Es posible que Stalin no la instituyera conscientemente, sino que se limitase a seguir la corriente a la Rusia primitiva y campesina, con sus tradiciones autocráticas y ortodoxas. Pero no es probable que sin Stalin hubiese aparecido ese culto, y es seguro que no habría sido copiado o impuesto a los demás regímenes socialistas.

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