Hegemonía o supervivencia. La estrategia imperialista de Estados Unidos- Noam Chomsky.

Ya en tiempos de Wilson, amplios sectores de la élite de los Estados Unidos y Gran Bretaña reconocían que en el interior de sus sociedades la coerción era una herramienta de decreciente utilidad y que habría que inventarse nuevas formas de domar a la bestia, principalmente mediante el control de opiniones y actitudes. Desde entonces han surgido colosales industrias dedicadas a tales fines.

Este objetivo se podía alcanzar en parte mediante una “fabricación del consentimiento”, que sería un “arte recatado y órgano corriente para el gobierno del pueblo”. Esta “revolución” en el “ejercicio de la democracia” debería habilitar a una “clase especializada” para el manejo de los “intereses comunes” que “en gran parte se le escapan por completo a la opinión pública”: en suma, el ideal leninista.

No basta fijarse tan solo en el terror. No menos importante es “explorar (…) el peso que la cultura del terror ha tenido en la domesticación de las expectativas de la mayoría”.

La gran estrategia imperial afirma el derecho de Estados Unidos de emprender una “guerra preventiva” a discreción.

Las misiones básicas de la administración mundial han perdurado desde principios del período de posguerra, entre ellas: contener a otros centros de poder mundial dentro del “marco de ordenamiento general” tutelado por Estados unidos; consolidar el control de las fuentes de energía del planeta; impedir todo tipo de nacionalismo independiente inaceptable y resolver las “crisis de la democracia” dentro del territorio enemigo nacional.

El objetivo de la guerra preventiva debe tener varias características:

-          Debe estar virtualmente indefenso.

-          Debe ser lo suficientemente importante como para justificar el esfuerzo.

-          Hay que encontrar la forma de presentarlo como el mal supremo y un peligro inminente contra la humanidad.

La definición operativa de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad fue clara: un crimen se calificaba como tal si había sido cometido por el enemigo y no por los aliados.

Hay niños traviesos por todos lados. Wilson consideraba a los filipinos “niños [que] tienen que obedecer como los que están bajo tutela”, al menos los que sobrevivieron a la liberación que él les había llevado, mientras se felicitaba por su propio altruismo.

La mayor amenaza del comunismo radicaba en la transformación económica de los países comunistas “de maneras que reduzcan su voluntad y habilidad para complementar las economías de Occidente”.

Cuba fue añadida a la lista oficial de Estados terroristas en 1982, en reemplazo de Iraq, que fue eliminado para que Saddam Hussein pudiera recibir ayuda de Estados Unidos.

El “destructor de poblaciones”, como apodaban a George Washington emprendía, en 1779, la conquista de la avanzada civilización de los iroqueses. Su meta era “extirparlos del país”, salió victorioso en su misión. Entonces informó a los indígenas que debían pagar compensación por la alevosa resistencia que opusieron a sus liberadores.

El debate sobre los efectos de las sanciones ha sido mínimo y exculpatorio, como se hace usualmente cuando los delitos son de nuestro Estado.

Henry Kissinger explicó los principios rectores en su discurso del año en Europa, en 1973. El sistema mundial, aconsejó, debería basarse en el reconocimiento de que “Estados Unidos tiene intereses y responsabilidades mundiales”. Estados Unidos debe “ocuparse más de la estructura de orden general que de la gestión de cada empresa regional.

Con tal que no se mate a mucha gente en forma muy visible, los humanistas occidentales “aceptarán todo son chistar y hasta preguntarán: ¿qué tanto tiene de terrible?”.

Hablando del 11 S. Hay quienes sostienen que el mal del terrorismo es “absoluto” y merece por respuesta una “doctrina absoluta recíproca”: un feroz ataque militar.

Costaría encontrar a alguien que acepte la doctrina de que los bombardeos intensivos son una respuesta legítima a los crímenes del terrorismo. Nadie en su sano juicio convendría en que el bombardeo a Washington sería legítimo de acuerdo con una “doctrina absoluta recíproca”.

Dos catedráticos de Oxford proponen un principio de “proporcionalidad”: “La magnitud de la respuesta estaría determinada por la magnitud de la interferencia de la agresión sobre valores clave de la sociedad atacada”, para el caso del 11 S, “la libertad de buscar el mejoramiento personal en una sociedad pluralista a través de una economía de mercado”.

La pregunta está mal formulada. Ellos no nos odian a nosotros sino a las políticas del gobierno, lo cual es muy distinto. Si la pregunta se plantea correctamente, las respuestas no son difíciles de encontrar.

Muchos comentaristas prefieren otro tipo de respuestas más reconfortantes: la ira en el mundo musulmán tiene raíces en el resentimiento por nuestra libertad y democracia; en sus propias falencias culturales que datan de hace siglos; en su presunta incapacidad de tomar parte en ese forma de “globalización” en la que, a decir verdad, participan de buena gana, y en otras deficiencias por el estilo.

Los que ocupan el poder promueven de modo inexorable sus propias agendas, a sabiendas de que pueden explotar los miedos y la angustia del momento. Hasta pueden promulgar medidas que ahonden el precipicio y marchar con paso firme hacia él, si con eso se favorecen las metas del privilegio y el poder. Declaran que cuestionar los manejos de la autoridad es antipatriótico y pernicioso, pero que es patriótico instaurar políticas duras y regresivas que benefician a los ricos, quebrantan los programas que atienden las necesidades de la gran mayoría y subyugan cada vez más a una población temerosa bajo control del Estado.

La defensa antimisiles es apenas un pequeño componente de programas mucho más ambiciosos para la militarización del espacio, con miras a sellar el monopolio de su uso con fines militares ofensivos.

Ideas todavía más extravagantes son las que explora la Agencia de Investigación Avanzada del Pentágono (DARPA, por si sigla en inglés) como la de hacer una conexión de interfaz entre cerebro y máquina que conduzca con el tiempo, se espera, a una comunicación cerebro a cerebro.

Al igual que el Consejo Nacional de Inteligencia, los estrategas militares reconocen que “la creciente brecha económica” que ellos también prevén, con su “estancamiento económico, inestabilidad política y alienación cultural cada vez más profundos”, producirá disturbios y violencia entre “los que no tienen”, dirigidos en gran parte contra Estados Unidos. Eso da pie a otra justificación de la expansión hasta el espacio de las capacidades militares ofensivas. Al detentar un monopolio en este campo de la guerra, el país debe estar preparado para controlar los desórdenes “usando los sistemas y planificación espaciales para asestar golpes de precisión desde el espacio [como] respuesta a la proliferación mundial de armas de destrucción masiva en manos de elementos indóciles, consecuencia probable de los programas recomendados, tal como la “creciente brecha” es una consecuencia predecible del tipo de “globalización” preferido.

La premisa básica es que la hegemonía importa más que la supervivencia.

Bertrand Russell expresó alguna vez pensamientos sombríos sobre la paz mundial:

Al cabo de milenios en los que la Tierra produjo trilobites y mariposas inofensivas, la evolución progresó hasta el punto en que ha generado nerones, gengis kanes y hítleres. No obstante, esto es, creo yo, una pesadilla pasajera: con el tiempo la Tierra volverá a ser incapaz de sustentar la vida y otra vez habrá paz”.

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