La última noche. Anti-trabajo, ateísmo, aventura- Federico Campagna.
Los ejércitos militares producían disciplina, el recurso más apreciado por las sociedades tradicionales. Las oficinas y las fábricas contemporáneas producen obediencia, el cemento necesario para una sociedad que se afana en procurarse un techo abstracto e inmortal.
La relación entre poder y
obediencia es igual que la relación entre capital y trabajo: si bien el capital
no es sino trabajo cristalizado –que impacta como coerción sobre los
trabajadores mismos–, el poder no es otra cosa que obediencia cristalizada, la
cual, como una avalancha, se estrella contra quienes obedecen. El poder es
impotente, la obediencia es omnipotente.
Trabajo y habilidad productiva
definen al individuo no solo ante sus iguales, sino frente a sí mismo. Sin trabajo,
fuera del trabajo, ya no somos nada. Incluso el consumo se ha convertido en una
actividad laboral. Cada momento del día que se sustrae al universo del trabajo
es un momento desaprovechado, un vacío de soledad y desesperación.
¿Por qué obedece la gente? ¿Por
qué obedecemos? Está claro que nadie obedecería por puro placer, sino que la
obediencia es en todo momento solo un medio dirigido a un fin. Nadie movería
nunca un dedo si no pensara que su propia acción le reporta algún tipo de ventaja.
Pero, en el caso del trabajo, los fines no forman parte del catálogo de los
beneficios materiales inmediatos, sino que se encuentran más bien en lo que
hemos definido como el reino de la religión.
Los ídolos y dioses del pasado
han abandonado su trono, pero el trono sigue ahí. Temerosos ante la posibilidad
de la autonomía, los occidentales han elegido optar por su propia sumisión como
verdadera heredera al trono divino. La sumisión se ha convertido en Dios, un
Dios tan invisible como invencible. Dentro de nuestro paisaje contemporáneo,
dicha sumisión se realiza a través del trabajo y, en particular, de un tipo de trabajo
que ha dejado de estar ligado de forma razonable a las necesidades de la
producción económica.
El ateísmo radical debe ser
simplemente un instrumento para los que deseen salir del sistema de la promesa y
de la religión y huir de la sujeción seductora de sus cadenas. En cuanto método
de liberación existencial, el único escrutinio al que deberá someterse será al
de la utilidad para el individuo, y al de su eficacia para alcanzar los
objetivos propuestos.
Si la religión – especialmente en
sus recientes declinaciones capitalistas– imagina que los recursos son fuentes
de riqueza infinitamente renovables, el ateísmo radical piensa que todo es
mortal e irremediablemente limitado.
El ateísmo radical tiene su
origen en la comprensión de la pequeñez de nuestras vidas mortales y la
inmensidad de su hambre. El método del ateísmo radical puede describirse como
el arte de comer, hasta que quede una boca con que hacerlo, y comer como mortales,
esto es, dentro de los límites de nuestro estómago y de nuestro apetito. El
ateísmo radical es el proceso de destrucción de nuestra segunda «naturaleza
cultural» y, al mismo tiempo, la exploración de los límites de nuestra
naturaleza biológica –o de los límites de nuestro deseo de hacerlo.
Siempre he aceptado crédulamente
la fábula que dice que cuando llega el final, la vida de uno discurre ante los
propios ojos como un relámpago, como si se tratase de un filme condensado en un
instante. Así que cierro los ojos y espero a que comience la proyección en la
pantalla anestesiada de mis párpados. Pero ninguna imagen aflora para regalarme
un momento de cine barato.
Ninguna reconstrucción sentimental
de los primeros besos, ni una escena reconfortante de un olvidado abrazo de mi
padre. No siento nostalgia, ni paz interior. Solo una rabia afilada, a pesar de
los sedantes. Rabia por las horas que de niño pasé en la escuela, por las madrugadas
de camino al trabajo, en medio de la niebla somnolienta de los trenes de
cercanías. Rabia por los días de verano que veía transcurrir desde la ventana
de la oficina, por las horas de más en el trabajo, por las desganadas cocktail
parties, por la diversión obligatoria. Rabia por todo lo que no hice y por todo
lo que hice en nombre de una imperdonable obediencia. He malgastado mucha vida
esforzándome en creer en los «valores superiores» de lo que hacía. He
sacrificado abundantes energías en los estudios académicos, en el trabajo, en
la buena conducta. ¿Qué sentido tenía todo, si ahora mi vida llegaba a su fin
sin un retorno?
Si el discurso religioso tiene su
origen en las esferas inmortales de las abstracciones normativas, el antídoto
que buscamos debe existir fuera de estos campos elíseos. El antídoto podrá
encontrarse, y funcionar, solo dentro de la vida y de la carne mortal. Si el
veneno de la religión se impone sobre sus víctimas como un horizonte abarcable
al ojo, pero inalcanzable con la mano, su antídoto, como un aparejo, ha de
tener una empuñadura con la que poder ser aferrado y utilizado. El antídoto no
será la enésima abstracción normativa, sino el método de la acción.
El dinero –o, más exactamente, la
falta de él– nos aprisiona cada día en nuestros puestos de trabajo con la
violencia de un guardia carcelero, más que las promesas de un melifluo
ideólogo.
Los despilfarradores son, sobre
todo, descreídos: su hambre se extiende hasta donde llega su brazo, sus sueños
se deshacen en lo que dura la nube congelada de un suspiro. No tienen fe en la santidad
o en las propiedades terapéuticas del trabajo, no creen en la parábola de
redención de una carrera perfecta, sino que rehúyen del abrazo asfixiante de la
familia de la oficina. Son mentirosos, ateos, espías, saqueadores. Solo creen
en las oportunidades y, de vez en cuando, ponen a prueba sus propias
convicciones sobre la cuchilla de la razón y de su propia piel.
Los aventureros existen solo dentro
del tiempo de su mortalidad. Ningún paraíso o infierno, ninguna memoria o
gloria les espera después de que sus cuerpos comiencen a marchitarse. El tiempo
de la aventura existe solo en cuanto tiempo del ahora, esto es, como el único
momento posible y disponible para la realización práctica de los planes de las poblaciones
invisibles de nuestras civilizaciones interiores. Sea lo que fuere aquello que
deseamos, solamente podemos obtenerlo dentro de los estrechos límites de
nuestra biología.
Mientras que el tiempo de la
religión y del trabajo transcurre a lo largo de una serie horizontal e
histórica de sucesos acabados –de acuerdo con el conjunto de expectativas de
las abstracciones normativas de ese momento–, el tiempo de la aventura avanza a
lo largo de la sinuosa huella del evento.
¿Qué es un evento? Cuando la
trayectoria de nuestra vida se encuentra con las trayectorias de las poblaciones
que habitan nuestras civilizaciones interiores, sucede un evento. Cuando la energía
de nuestras acciones se encuentra con la dirección que han tomado nuestros
deseos, la explosión concomitante del evento se traduce en la velocidad del
tiempo de la aventura.
Los aventureros mantienen una
actitud bastante prudente en relación al riesgo. Cuando se les pide que se unan
a un grupo o a una comunidad o que entren en una relación de interacción
profunda con parejas esporádicas –como es esperable que suceda, por ejemplo, en
el entorno laboral o en una comunidad local– ellos consideran siempre las
posibles consecuencias de una penetración que les ate.
Dentro de la aventura, la
cooperación es siempre un proceso de negociación lenta y autónoma. No existe
«imperativo moral» alguno que impida a los aventureros ser compañeros:
cualquier unión celebrada en la aventura siempre deriva y está dirigida exclusivamente
a la satisfacción de las necesidades, los deseos y los objetivos de sus
miembros.
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