Contra el trabajo de Séneca, Samuel Johnson, Friedrich Nietzsche, Bertrand Russell, T. W. Adorno y E. M. Cioran
Séneca
El mayor obstáculo para vivir es
la expectativa; nos perdemos el ahora por estar pendientes del mañana. Dispones
de lo que está en manos de la fortuna y dejas pasar lo que está en las tuyas.
¿Dónde pones la mira? ¿Adónde te diriges? Todo lo que está por venir es
incierto: vive el momento actual.
¿Por qué vacilas?, pregunta. ¿Por
qué te detienes? Si no lo aprovechas, el tiempo huye. Y aunque lo aproveches,
también huirá. De modo que hay que luchar contra la celeridad del tiempo
empleándolo a toda velocidad, como el que bebe a toda prisa de un torrente
raudo que no ha de fluir por siempre…este constante y velocísimo camino de la
vida, que hacemos al mismo paso los dormidos y los despiertos, no se revela a
los atareados más que al último.
La vida se divide en tres épocas:
la que fue, la que es y la que será. De ellas, la que estamos viviendo es
breve; la que estamos por vivir, dudosa; la que hemos vivido, fija. Sobre esta
última la fortuna perdió sus derechos; no puede desandarse al arbitrio de nadie.
Es propio de una mente serena y
tranquila hacer un recorrido por todas las parcelas de su vida; los espíritus
de los demasiado ocupados, como si estuvieran sometidos a un yugo, no pueden
girarse y mirar hacia atrás. Entonces su vida se hunde en un abismo; y así como
no sirve de mucho acumular gran cantidad de agua si no hay una base que la
acoja y conserve, tampoco importa cuánto tiempo se nos conceda, pues si no
tiene dónde asentarse, se escurre por los ánimos rotos y agujereados.
¿Quieres saber, finalmente, lo
poco que viven? Observa entonces lo mucho que desean vivir. Viejos decrépitos
mendigan con ruegos la concesión de unos cuantos años; fingen que son más
jóvenes, se halagan con mentiras y de buen grado se engañan como si con ello
burlaran también a los hados. Pero cuando alguna flaqueza les advierte de su
condición mortal, desfallecen como aterrorizados, no como si abandonaran la
vida, sino como si ella los echara a la fuerza. Dicen a gritos que han sido
unos necios por no haber vivido y que, si llegaran a escapar de la enfermedad,
llevarían una vida entregada al ocio; entonces piensan cuán en vano se han
procurado cosas de las que no disfrutan y cómo todo su esfuerzo ha caído en el
vacío. En cambio, la vida de aquellos que se mantienen al margen de todo
negocio, ¿cómo no va a resultarles larga? No cedieron nada de ella, nada se
desparrama por uno ni otro lado, no entregaron nada a la fortuna, nada
desapareció por descuido, nada se perdió por despilfarro, nada es superfluo;
toda entera, por así decirlo, rinde intereses. De modo que, por corta que sea,
es de sobra suficiente y, por ello, cuando llegue el último día, el sabio no
vacilará en ir a la muerte con paso firme.
No tienen ellos ocio, sino
negocio baldío. Con detalles como estos adquieren fama de esplendidez y
refinamiento. Ciertos vicios los deleitan como si fuesen pruebas de su
felicidad. A mi modo de ver, no se le debe considerar un ocioso, sino un
enfermo, o mejor, un muerto. Es ocioso aquel que tiene conciencia de su propio
ocio. Pero aquel que vive a medias y necesita un indicio para saber la posición
de su cuerpo, ¿cómo puede ser dueño de tiempo alguno?
Los únicos ociosos son aquellos
que se dedican a la sabiduría, y sólo ellos son los que viven: pues además de
que saben qué hacer con su propio tiempo, añaden a su vida cualquier época;
todos los años que les anteceden los hacen suyos. Si no somos muy ingratos, es
preciso reconocer que aquellos clarísimos fundadores de las doctrinas sagradas
nacieron para nuestro beneficio y nos prepararon para la vida. Gracias al
esfuerzo ajeno nos vemos conducidos a las cosas más bellas, arrancadas de las
tinieblas a la luz; ninguna época nos ha sido vedada y se nos admite en todas,
y si con grandeza de espíritu procuramos superar la estrechez de la debilidad humana,
tenemos mucho tiempo a nuestra disposición. Podemos discutir con Sócrates,
dudar con Carnéades, descansar con Epicuro, vencer con los estoicos la
naturaleza humana, con los cínicos sobrepasarla. Puesto que la naturaleza nos
permite la compañía de cualquier época, ¿por qué no, desde este breve y caduco
tránsito del tiempo, nos entregamos en cuerpo y alma a todo lo que es inmenso,
eterno, a lo que nos emparienta con los mejores?
Nietzsche
Se comprende ahora muy bien, al
contemplar el espectáculo del trabajo —es decir, de esa actividad ardua que se
extiende de la mañana a la noche—, que no hay mejor policía, pues sirve de
freno a cada uno de nosotros y contribuye a que se detenga el desenvolvimiento
de la razón, de los apetitos y de los deseos de independencia. El trabajo gasta
la fuerza nerviosa en proporciones extraordinarias y priva de esa fuerza a la
reflexión, a la meditación, a los ensueños, a los cuidados, al amor y al odio;
nos pone delante de los ojos un fin siempre vano, y recompensa con satisfacciones
fáciles y del todo comunes.
Ahora bien, son escasos los
hombres que prefieren morir de inanición antes que dedicarse sin placer a su
trabajo: aquellos hombres selectivos, difíciles de satisfacer, a los que no los
contenta una ganancia abundante, cuando el trabajo mismo no es la ganancia de
todas las ganancias.
Ahora la auténtica virtud es
hacer las cosas en menos tiempo que los demás. De esta manera es que se han
vuelto escasas las horas que se permite la honestidad. Las cosas podrían llegar
tan lejos que pronto nadie se abandonará al impulso hacia la vita contemplativa
(es decir, hacia los paseos reflexivos y con amigos) sin autodesprecio y mala
conciencia.
El esclavo trabajaba bajo el yugo
de sentir que hacía algo despreciable —el “hacer” mismo era algo despreciable.
“La distinción y el honor están sólo en el otium y el bellum, en el ocio y la
guerra”: ¡así sonaba la voz de la opinión antigua!
Bertrand Russell
Antes que nada, ¿qué es el
trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la
materia que se encuentra en, o cerca de, la superficie de la Tierra, a partir
de otra materia dada; la segunda: ordenar a otros que lo hagan. La primera es
desagradable y está mal remunerada; la segunda es agradable y muy bien pagada.
Esta segunda clase puede
extenderse indefinidamente: no sólo están los que dan órdenes, sino también los
que asesoran acerca de qué órdenes deben darse. En general, dos grupos de
hombres organizados dan al mismo tiempo dos clases opuestas de indicaciones;
esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere saber de los
temas acerca de los cuales se dará consejo, sino de las artes retóricas para
hablar y escribir de manera persuasiva, es decir, del arte de la propaganda.
Esta segunda clase puede extenderse
indefinidamente: no sólo están los que dan órdenes, sino también los que
asesoran acerca de qué órdenes deben darse. En general, dos grupos de hombres
organizados dan al mismo tiempo dos clases opuestas de indicaciones; esto se
llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere saber de los temas
acerca de los cuales se dará consejo, sino de las artes retóricas para hablar y
escribir de manera persuasiva, es decir, del arte de la propaganda.
En términos históricos, el
concepto de deber ha sido un medio empleado por los poderosos para inducir a
los demás a vivir para el interés de sus amos más que para el suyo propio.
Sobra decir que quienes detentan
el poder ocultan este hecho aun ante sí mismos, y se las arreglan para creer
que sus intereses coinciden con los más altos intereses de la humanidad.
El trabajo es un deber, y un
hombre no debe recibir sueldos proporcionales a lo que ha producido, sino
proporcionales a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
En Estados Unidos, los hombres suelen
trabajar largas horas, aun cuando ya viven con comodidad; estos hombres,
obviamente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados,
excepto bajo la forma del inflexible castigo del desempleo.
Por ausencia de todo control
centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta.
Mantenemos inactivo a un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que
podemos prescindir de su labor haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando
todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a
un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro
número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos
de descubrir los fuegos artificiales.
El hombre moderno piensa que todo
debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca como un fin en sí mismo.
Las personas solemnes, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al
cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo
necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque
produce beneficios económicos.
En sentido amplio, se sostiene
que ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo.
El individuo, en nuestra sociedad,
trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el
consumo de lo que produce. Este divorcio entre los propósitos individuales y
los sociales alrededor de la producción hace que nos resulte tan difícil pensar
con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios, y no de
ganancias, es el incentivo de la industria.
Un aspecto básico de este tipo de
sistema social es que la educación dé un paso más y se dirija, al menos en
parte, a despertar aficiones que capaciten al hombre para usar su tiempo libre
con inteligencia.
Los placeres urbanos han llevado
a la mayoría de la población a la pasividad: ver películas o partidos de
fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente.
En el pasado, había una reducida
clase ociosa y una clase trabajadora más numerosa. La primera disfrutaba de
ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente
opresiva, limitaba su compasión y la obligaba a promover teorías que
justificaran sus privilegios. Todo esto disminuía su mérito, pero, a pesar de
estos inconvenientes, contribuyó al desarrollo de lo que llamamos civilización.
Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió libros, inventó máquinas y
refinó las relaciones sociales. Incluso la liberación de los oprimidos se ha
gestado, generalmente, desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad no
habría salido de la barbarie.
La vida universitaria es, en
definitiva, tan diferente de la vida real que las personas que viven en un
ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de
los hombres corrientes. Otra desventaja es que en las universidades los
estudios están muy esquematizados, y es probable que quien conciba una línea de
investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por
tanto, si bien son útiles, no son guardianas propicias de los intereses de la
civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están
demasiado ocupados para fomentar y atender propósitos no utilitarios.
En un sistema donde nadie esté
obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad
científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de
hambre, sin importar lo maravillosos que sean sus cuadros. Los escritores
jóvenes no se verán forzados a llamar la atención con alharacas y chapucerías,
encaminadas a obtener la independencia económica que precisan las obras
monumentales, ya que, en las condiciones actuales, cuando por fin llega la
oportunidad de dedicarse a ellas, han perdido el gusto y la capacidad. Los
hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la
economía o la administración serán capaces de desarrollar sus ideas sin el
distancia- miento académico, que suele evidenciar como carentes de realismo las
obras universitarias. Los médicos tendrán tiempo para estar al día en los
avances de su disciplina; los maestros no lucharán desesperadamente para
enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya
falsedad puede haber sido demostrada desde entonces.
Sobre todo, habrá felicidad y
alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El
trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para
producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo
libre, no se conformarán sólo con distracciones pasivas e insípidas. Es
probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su
trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que su
sustento no dependerá de ellas, su originalidad no se verá estorbada y no habrá
necesidad de ceñirse a las normas establecidas por los viejos eruditos.
Los métodos de producción
modernos nos han dado ya la posibilidad de la paz y la seguridad para todos;
hemos elegido, en lugar de ello, el exceso de trabajo para unos y la inanición
y el desempleo para otros.
Theodor W. Adorno
Pero es tan difícil imaginarse a
Nietzsche sentado hasta las cinco a la mesa de una oficina en cuya antesala la
secretaria atiende el teléfono como jugando al golf cumplido el trabajo del
día. Bajo la presión de la sociedad, sólo la ingeniosa combinación de trabajo y
felicidad puede aún dejar abierto el camino a la auténtica experiencia. Ésta
cada vez se soporta menos. Incluso las llamadas profesiones intelectuales aparecen
completamente desprovistas de placer por su similitud con el comercio.
Cuando trabajo y esparcimiento se
asemejan cada vez más en su estructura, más estrictamente se los separa
mediante invisibles líneas de demarcación. De ambos han sido por igual excluidos
el placer y el espíritu. En uno como en otro imperan la gravedad animal y la
pseudoactividad.
Todos tienen siempre algo que
hacer. El tiempo libre hay que aprovecharlo como sea. Se hacen planes respecto
a él, se invierte en empresas que hay que realizar, se lo llena con asistencias
a todos los actos posibles o simplemente yendo de aquí para allá en rápidos
movimientos. La sombra de todo esto se proyecta sobre el trabajo intelectual.
Éste se lleva a cabo con mala conciencia, como si fuese algo robado a alguna
ocupación urgente, aunque sólo sea imaginaria. Para justificarse a sí mismo, el
intelectual se acompaña de gestos de agotamiento, de sobreesfuerzo, de
actividad contra reloj que impiden todo tipo de reflexión; que impiden, por
tanto, el trabajo intelectual mismo.
La vida entera debe parecerse a
la profesión y, mediante esta apariencia, ocultar lo que no está directamente
consagrado a la ganancia. Pero la angustia que ello genera es sólo un reflejo
de otra más profunda. La disposición a la autorrenuncia: si no se está
materialmente nadando con la corriente humana, surge el temor —como cuando se
entra demasiado tarde en un partido totalitario— a la desconexión y a atraerse
la venganza de lo colectivo. En la base
de todo esto está lo que los burgueses solían llamar sin motivo “huida de sí
mismo”, del vacío interior.
E. M. ClORAN
En el mundo moderno, el trabajo
se ha convertido en una actividad puramente externa; el hombre no se hace a sí
mismo a través de ella, hace cosas. Que cada uno de nosotros debamos tener una
carrera, debamos acceder a un cierto tipo de vida que probablemente no nos
acomoda, ilustra la tendencia del trabajo a adormecer el espíritu.
En el trabajo el hombre se olvida
de sí mismo; aún así, su olvido no es simple e inocente, sino más parecido a la
estupidez. A través del trabajo, el hombre ha mudado de sujeto a ser objeto; en
otras palabras, se ha convertido en un animal deficiente que ha traicionado sus
orígenes.
En lugar de vivir por sí mismo
—no de manera egoísta sino creciendo espiritualmente— el hombre se ha
convertido en el malogrado e impotente esclavo de la realidad exterior.
La percepción de la eternidad es
lo que la actividad frenética y el carácter trepidante del trabajo ha destruido
en nosotros. El trabajo es la negación de la eternidad. Entre más bienes
adquirimos en el reino de lo temporal, y más intenso es nuestro trabajo
externo, menos accesible y más alejada estará la eternidad.
Para despertar en este mundo
moderno uno debe elogiar la pereza. El perezoso tiene una percepción mucho más
aguda de la realidad metafísica que la que tiene el activo. Me atraen las
distancias lejanas, el inmenso vacío que proyecto en el mundo.
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