Nuevos súbditos. Cinismo y perversión en la sociedad contemporánea- Juan Carlos Ubilluz

Antaño, la inconformidad subjetiva tenía como adversaria una moral paterna que predicaba el sacrificio en nombre de los ideales sociales; hoy, su adversaria es una ética individualista-capitalista que exige el aislamiento cínico del espacio colectivo (y del Otro en general) y la obediencia a la perversión como nueva norma “social”.

Si algo caracteriza a los nuevos súbditos es que ellos se vigilan y se castigan a sí mismos.

El cinismo y la perversión son parte de un andamiaje político-ético-cultural al que daremos el nombre de totalitarismo individualista.

“El Otro que no existe” alude más bien a que el sujeto contemporáneo ya no cree en una comunidad universal: ya no cree, es decir, en otro con metas colectivas (y planetarias) que deban primar sobre los intereses particulares e individuales.

Abocado al imperativo de satisfacer al consumidor, el capitalismo tardío facilitó material y promovió culturalmente- a través de la publicidad, el marketing- la emergencia del individualismo hedonista, personalidad que en otras épocas era de la exclusividad de la bohemia o de la élite.

Mal haríamos en creer que el sujeto narcisista-capitalista se halla libre de la norma social: en cierto sentido, él es un súbdito, un súbdito del éxito, del brillo social. Mientras que el ciudadano desea ser reconocido por la forma en que ha explotado su singularidad para mejorarse y mejorar la sociedad, el sujeto capitalista se ocupa solamente por ser reconocido de acuerdo con los términos preestablecidos por el mercado.

Paradójicamente, el individualismo posmoderno produce una personalidad pendiente de la aprobación de los demás.

Si otrora el cinismo estaba asociado al ejercicio de la singularidad en contraposición a las demandas sociales, hoy el cinismo va de la mano con el sometimiento de la singularidad al imperativo al goce del mercado. Diógenes y el cínico posmoderno tienen en común la distancia crítica de las leyes e ideales de la sociedad. Pero mientras la distancia conduce al primero a afirmar en la práctica su derecho al ocio, ella conduce al segundo a actuar como si en realidad creyese en las fantasías (pasiones) de la sociedad de consumo.

Diógenes se oponía no al placer sino a sacrificar la libertad en su nombre. El cínico posmoderno carece, por su parte de este sobrio y grácil desprendimiento de la “necesidad” de satisfacer los “instintos”. Pues el debilitamiento no solo de un determinado ideal colectivo sino también del ideal colectivo en sí, el sujeto se encuentra desprotegido ante el imperativo al goce asocial que promueve el mercado.

El cínico de nuestra época sabe muy bien que ni el éxito ni el dinero ni las mercancías traen consigo la felicidad, y sin embargo, actúa como si no lo supiera.

Del mismo modo, no importa que yo crea o no en la felicidad prometida por el mercado: el mercado toma a su cargo la creencia y solo pide de mí que yo me acostumbre a llenar con el consumo el vacío de mi existencia. No interesa entonces que yo crea en las promesas de felicidad del Otro imaginario: lo esencial es que con mis actos yo persista en legitimar la “validez” de esas promesas.

En la política, el cínico contemporáneo no puede creer en la viabilidad de un orden social alternativo al capitalismo. Es más fácil imaginar una hecatombe natural o una invasión extraterrestre que acabe con la humanidad, y de paso con el capitalismo, que imaginar una civilización distinta.

El cínico también puede ser un canalla, un sujeto que (consciente o inconscientemente) esgrime el discurso de la resignación para gozar de lo que le es “impuesto” por el mercado.

En todas las épocas, el neurótico es un “Sinnombre”, un sujeto que no se siente representado por el orden social y que sin embargo se halla atormentado por la culpa de no obedecer a la moral de este orden. En la época victoriana, el neurótico se culpaba de no estar a la altura de los ideales burgueses de trabajo, decencia, fidelidad. Pero en nuestra época, este sujeto se culpa de no estar a la altura de los ideales perversos del goce.

Nuestra época es perversa porque el sujeto se relaciona ahora con una Ley superyoica que comanda el goce y que estigmatiza la falta de goce como una falta moral. La época posmoderna erige la obediencia a la voluntad de goce- la perversión-como “nueva norma social”. De allí que la depresión contemporánea tienda a relacionarse con la perversión y no con la neurosis. En otras palabras, la depresión del sujeto posmoderno es ocasionada por la culpa de no gozar lo suficiente, de no cumplir- como buen perverso- con el deber de gozar.

La transgresión no es un cuestionamiento de la ley, sino una suspensión temporal que la completa. Es un poner el mundo al revés que ayuda a que el mundo siga estando al derecho; es en este sentido que la transgresión completa la ley. La subversión, por el contrario, no se contenta con ser una válvula de escape y aspira a transformar el orden social.

La pendejada ha adquirido en el mundo criollo el estatuto de in imperativo moral. Aunque también lo es que el criollo raras veces se percibe a sí mismo como un transgresor y que recurre a medias verdades para justificar sus acciones. Visto desde esta perspectiva, el criollo es a la vez cínico y canalla. Un cínico no tiene por qué ser un canalla, aunque el canalla sea siempre un cínico.

En un nivel consciente, el hombre que dice “todo está podrido, todo está corrupto; la única salida posible es actuar como los demás”, se eleva sobre la podredumbre y la corrupción. En el plano inconsciente, sin embargo, esta “víctima de las circunstancias” se halla vinculado al orden corrupto (que él denuncia) por una fantasía perversa que funciona como un axioma, como un aserto incuestionable sobre la vida, que sería el siguiente: ser humano es ser tramposo. O para decirlo en el argot local, ser humano es ser pendejo.

La fantasía es una construcción imaginaria que asegura la inserción del sujeto al orden sociosimbólico.

Volviendo al caso del “transgresor involuntario”, su creencia fantasmática en que ser humano es ser pendejo facilita su aceptación de, y participación en, el orden transgresivo existente.

La mera participación del hombre escéptico en el rito delata que él ya es presa de la captura ideológica.

El sujeto criollo aceptaba y gozaba de las transgresiones de Fujimori en el plano imaginario (fantasmático) mientras que se desentendía de ellas en el plano público-simbólico.

Toledo era percibido como el tradicional canalla que justifica su goce mediante un discurso oficial. Fujimori, por su parte, era visto como una especie de metacanalla que parecía insinuar con su sonrisa: “Yo sé que miento. Yo sé que ustedes saben que miento. Pero como hacer política es mentir, no hay que tomarse demasiado en serio mi mentira. Hay que celebrar, más bien, cómo sé imponer mi voluntad con una mentira en la cual yo sé que ustedes no creen”. A diferencia de Toledo, Fujimori era un “canalla honesto”.

A diferencia de lo que esgrime el sentido común, el perverso no es un ser que anhela la libertad existencial, pues lo que este sujeto nos demuestra con sus actos es más bien su deseo de someterse a la prohibición.

El fuijimontecinismo fue un simulacro de subversión: se disolvió el congreso y se escribió una nueva Constitución para precisamente sostener las relaciones de poder existentes. Además, el régimen de Fujimori no alteró el marco fantasmático de la sociedad peruana; por el contrario, este régimen corrupto fue la extensión simbólica de una fantasía en la cual el pendejo humilla al lorna.

Se trata además de que se dejó capturar por el goce de ver humillados a quienes consideraba los autores de su propia humillación.

Se trata, además, de que se dejó engañar para poder gozar como cómplice de la violencia ejercida por el Estado.

El hacerse la vista gorda estaba en función del deseo de un Amo que imponga un Nuevo Orden. Pero lo que el fujimontecinismo como simulacro nos demuestra es que este deseo era específicamente el deseo de un Amo perverso que imponga un orden transgresivo.

El perverso no es un ser libre sino el instrumento de la voluntad de goce del Otro. Así, el sujeto criollo de extracto popular creyó que, gracias a Fujimori, él podía gozar ahora como opresor de sus opresores (la oligarquía, los políticos tradicionales).

El sujeto criollo es el cínico-canalla que, al no dejarse engañar por el Otro, se aliena en- es engañado por- el sistema existente.

El sujeto criollo es el sostén de “nuestro” modo de vida oligárquico.

La modernización no condujo a los empleados a desprenderse de la sensación de ser súbditos (siervos) ni a asumir plenamente su condición de ciudadanos modernos capaces de modificar sus condiciones laborales.

El súbdito posmoderno es un sujeto apolítico que se preocupa exclusivamente por su ascenso dentro del marco incuestionable del capitalismo tardío.

El súbdito posmoderno está marcado por el deseo de suturar su falta con goce: su deseo primordial es cambiar su situación en el mundo para gozar plenamente de las fantasías- mercancías que este despliega ante sus ojos.

Con respecto al sujeto criollo, lo particular de su asunción de la posición del súbdito-que-asciende-socialmente, es que su anhelo capitalista de ascenso social se mantuvo enlazado a una subjetividad oligárquica en la que la ley era la expresión de la voluntad de un Patrón.

El súbdito-criollo-que-asciende-socialmente acepta que el acceso a la acumulación y al goce capitalista pasa por la figura del viejo Patrón.

Este sujeto persiste en creer en el lugar simbólico del Patrón, es decir, en que la ley emana del Patrón de turno, y persiste además en creer que el Patrón es quien da, quien otorga, quien concede, no ya dádivas como en otras épocas sino mayor remuneración, ascenso laboral, información privilegiada, licitaciones ilícitas, un puesto en el ministerio.

La pendejada es la transgresión que sostiene los remanentes psíquico-sociales oligárquicos que dirigen nuestra globalización capitalista.

Más que señales de escapismo, nuestros sueños o mitos son indispensables para nuestro funcionamiento en la realidad social.

Volviendo a la pendejada, esta considera que la “sabiduría” de las relaciones humanas están basadas en la transgresión perpetua, en las injusticias por las cuales nos sentimos “lorneados”.

¿No hay algo risiblemente falso en un eslogan como “A la policía se la respeta”? El simplemente reforzar el ideal de honestidad para el sujeto criollo deja inalterado los conflictos sociales que alimentan la fantasía de la pendejada, y por ende se halla condenado al fracaso. Atravesar la fantasía quiere decir, más bien, identificarse con los antagonismos reales que ella obtura y deforma. Para pasar de la transgresión a la subversión es imprescindible asociar el atravesamiento del fantasma con la identificación política con el excluido del sistema pendejo, es decir, el Lorna.

Por ello, identificarse con el lorna no implica para nosotros identificarse con su existencia concreta, positiva, sino más bien, identificarse con aquello que en el Lorna es más que el Lorna: con aquello que él es, mas no sabe que es aún.

A diferencia de la identificación religiosa con el excluido-la cual se contenta con el llanto fraterno de las víctimas y la prescripción de emular al Cristo sufriente-, esta identificación política rehabilita la creencia en que, precisamente en aquello que anda mal con nosotros, se encuentra la posibilidad de esbozar un camino nuevo que no nos sea totalmente ajeno.

El individuo obra en función de su propio beneficio es, hoy en día, el axioma de un saber formal e informalmente institucionalizado, la piedra angular de una muralla de sentido común que obstaculiza el análisis riguroso de las motivaciones individuales y colectivas.

No es irónico ni sarcástico hablar de una ética del mal o de la transgresión: quien transgrede guiado por un placer espontáneo obviamente no obedece a ningún sistema ético (al menos no a un sistema ético kantiano), pero quien siente que debe transgredir, quien concibe la transgresión como su deber e indefinidamente posterga el placer en su nombre, se eleva sobre sus motivos patológicos y se convierte en el paladín de una ética idealista de la transgresión.

Al renunciar al crimen inmediato en nombre de la Idea del Crimen, Montesinos se organizaba subjetivamente en la apatía sadiana, estructura subjetiva que conduce al transgresor a la insensibilidad en beneficio de la fidelidad a la Causa articulada por un Otro perverso. Para el cristiano, Dios es la figura que individualiza este Otro anónimo; para el libertino, es el Ser-supremo-en-maldad, reverso especular del Dios cristiano.

Por lo general, el sujeto no está consciente de su división, o por lo menos, no la experimenta de manera dramática. A deficiencia del azar, será el sádico quien se encargue de hacerla patente: de hacer que su víctima se tropiece con la brecha angustiosa entre lo que la impulsa a obedecer la ley y lo que la impulsa a transgredirla.

Como estructura informal de la sociedad latinoamericana, la criollada puede ser definida como una tolerancia hacia la transgresión, quizás suplementada por una subrepticia admiración hacia este tipo de ligerezas.

La criollada se hace desde la posición del esclavo astuto, o mejor aún, desde la posición del juglar. Tanto el uno como el otro, actúan a espaldas del amo: así como el Lazarillo de Tormes, el criollo que se introduce solapadamente en la cola se esfuerza por pasar inadvertido, ya que él mismo se sabe en falta. La pendejada, por el contrario, se hace desde la posición del amo: el pendejo no solo reconoce su falta sino pretende (si la situación o sus fuerzas lo permiten) que el otro reconozca su derecho natural a cometerla.

Lo que se admira generalmente del pendejo es su capacidad para hacer oídos sordos no solo a la voz kantiana de la conciencia moral sino también a la voz de la conciencia humanitaria.

La pendejada es un imperativo a transgredir violentamente los derechos del otro que se aleja de la consecución utilitarista del placer.

La pendejada no es un orden natural: si así lo fuera, no podríamos no transgredir, así como no podemos no comer o no dormir. Tampoco es el producto lógico de la necesidad, aunque no deja de ser cierto que la necesidad enredada a la supervivencia facilita su aparición. Contra esta explicación ambientalista, ofrecemos la evidencia de que (como lo vimos en los vladivideos) los ricos del país sufren tanto o más que los pobres de la presión ejercida por el imperativo a transgredir haciendo daño, cual el joven que el viernes sale a festejar hasta la madrugada y el sábado por la noche siente que tiene que volver a salir a pesar de hallarse exhausto.

Si en el capitalismo clásico el sujeto empieza a sentir la culpabilidad de no estar a la altura del ideal del yo (producir y consumir como se debe), en el capitalismo tardío el sujeto empieza a sentir la culpabilidad de no estar a la altura del yo-ideal de goce (ahora acumular y consumir como antes no se debía). Es la identificación de la culpa de no estar gozando, la que explicaría la rabia del sujeto cuando el goce se le escapa o se le rehúsa. En el universo capitalista posmoderno, el sujeto que no goza es un perdedor digno de desprecio, o para traducirlo al dialecto peruano, un Lorna que merece ser humillado.

Con su ingreso al capitalismo tardío, el sujeto ha pasado de la utopía del goce social a la utopía del goce individualista.

El pacto entre el Ello criollo y el superyó capitalista se realiza con la mediación del yo homeostático del placer (a diferencia del yo racional), el cual aplaca parcialmente las exigencias de la feroz voluntad de goce en el pendejo común y corriente.

Mediante sus actos imperfectos de espionaje, el asesor se entregaba a su deseo inconsciente- y narcisista- de ser reconocido por todos los peruanos como el pendejo qua ideal de goce, como quien ha cultivado verdaderamente el arte de transgredir.

Quienes ríen con las maldades de Montesinos se identifican con el agresor, como el sádico pasivo que le agradece al sádico activo por sodomizarlo y hacer de él un sujeto patológicamente puro, libre él también de la ley simbólica.

He allí la peligrosa paradoja de la pendejada: que, a pesar de basarse en un individualismo radical, en este sistema ético pululan sujetos que no pueden sino aplaudir al Amo o resignarse ante Él. Vitoreos y cabezas gachas de quien se siente tonto y débil de expresar un reclamo ante el transgresor victorioso. Vitoreos y cabezas gachas que aceptan el crimen consumado…y que duran lo que dura la fortaleza del Amo.

Nuestra tesis central es que el reggaetón es, ante todo, una mercancía cultural, y que los jóvenes que lo escuchan y bailan son principalmente consumidores. Que esta mercancía se elabore sobre fantasías otrora inconfesables, no implica que quienes la consuman se identifiquen plenamente con ellas. Por lo general, los consumidores de la cultura del perreo no son ni predadores sexuales ni drogadictos ni pandilleros prestos a sacar una pistola para arreglar un problema. El perro como mercancía permite a los jóvenes gozar de la “degradación” sin caer en ella.

El perreo no es transgresivo: la transgresión consiste en traspasar un límite interiorizado, en violar una ley en la cual se cree de manera profunda. No hay tal sensación en el perreo puesto que los jóvenes de hoy no han internalizado con igual fuerza la moral paterna, el baile se halla desprovisto de la exuberancia que acompaña a la transgresión.

En el perreo, entonces, no se trata de la transgresión ni de la subversión, sino de la obediencia, de la obediencia al imperativo al goce del capitalismo contemporáneo.

En el perreo se muestra una de las grandes paradojas del capitalismo contemporáneo. Además de prescribir el goce sexual, el mercado le otorga un sentido libertario: a veces transgresivo, a veces revolucionario. No obstante, el intento de darle al sexo este sentido se estrella contra el hecho de que la moral de nuestra época acepta el acto sexual más “perverso” como un derecho del individuo.

El mercado se ve obligado a recordar la moral paterna para restituir al sexo su sentido libertario.

El perreo es un simulacro de la transgresión, una mercancía del mundo del “entretenimiento” que recrea la conquista del pudor.

A través de las mujeres desnudas en los medios de comunicación, el capitalismo engancha al sujeto en el productivismo con el siguiente mensaje: “Trabaja fuerte para que puedas cumplir con tu obligación de gozar sexualmente (de mí)”.

Los jóvenes danzantes del perreo no sienten vergüenza de asumir la posición inútil, del improductivo, del deshecho, o en argot marxista, del lumpen.

Así como los jóvenes pandilleros de los Estados Unidos, en el Perú los jóvenes que se sumergen en la cultura del reggaetón no están interesados en plantear una alternativa social y política que resuelva las injusticias del país. Por el contrario, ellos se identifican con el desecho del sistema y aceptan los signos exteriores de la exclusión.

Los danzantes del perreo nos recuerdan así al niño de la fábula del Emperador que está desnudo y que, sin embargo, les asegura a sus súbditos que está vestido con una túnica que solo pueden ver los justos. Cuando el niño señala lo evidente, a saber, que el Emperador está desnudo, los súbditos arman un escándalo. Por su parte, el joven que forma parte de la cultura del perreo es el niño que dice lo evidente: que el Otro no existe, que el Perú no existe como proyecto social guiado por el bien común y que hoy solo existe la voluntad de goce capitalista.

Poco importa que el padre le diga al hijo: “Tú debes ser un sujeto moral como yo”. Pues con su participación resignada en la realidad material del capitalismo criollo, lo normal es que el hijo escuche entre líneas: “No sacrifiques tu goce individual como yo, no seas idiota: el Emperador está desnudo”.

Precisemos: sin duda, el perreo promueve la identificación con el pandillero latino en EEUU, pero esta identificación se da sobre todo en el contexto del mundo del “entretenimiento”. El perreo es una mercancía, y en este caso específico, una mercancía cultural que se apropia de los signos exteriores del gueto, un simulacro de la existencia desenfrenada del mundo de las pandillas.

No obstante, esta identidad es solo una de sus múltiples identidades: en sus centros educativos o en sus trabajos, ellos se comportan de otra manera. No nos adherimos a la perspectiva posmoderna de que el sujeto es esquizoide, fragmentario o plural. Nos limitamos a reconocer que- por una variedad de razones- en la época posmoderna el sujeto asume con menores problemas que antaño una multiplicidad de identidades.

Ellos no han renunciado a su deseo de progresar dentro del sistema. A lo que sí han renunciado es al deseo de construir una nueva sociedad.

En este sentido, ellos son cínicos que con sus actos perpetúan la injusticia y la exclusión del sistema.

Así como el adolescente que hace exactamente lo que su padre le prohíbe, el perverso-transgresor asume como objeto de su deseo el reverso de la ley paterna.

El animador está allí para asegurarse de que los jóvenes cumplan con una fórmula prefabricada del goce sexual, y también para hacerles saber-convencerlos de- que han gozado plenamente de ella.

Además de atizar el imperativo al goce, la revolución del consumo hilvana este imperativo al mandato a comprar-usar-desechar-comprar cada vez más rápido.

Todas las mujeres en los videos de reggaetón encarnan el estereotipo de la mujer-perra. Además de vestirse provocativamente y de mover los glúteos en el baile como si estuviesen copulando ellas dan a entender con sus gestos y miradas que lo que quieren en el fondo no es otra cosa que perrear. No hay en ellas ternura, amor, atracción hacia un hombre en particular, sino un interés sexual tan voraz como desencarnado que exige del hombre el “preseo”: el presionar sus genitales contra el cuerpo de ella.

En todas las canciones del género, se encuentran dos movimientos opuestos. Primero, un ritmo clónico- casi invariable de una canción a otra- que es construido a partir de “los bancos de sonido” de las computadoras y con la ayuda de programas de producción informáticos. Y segundo, una melodía romántica, acaramelada, que suspende el ritmo maquínico anterior. Cuando se activa esta melodía, los cantantes reclaman de la mujer-perra un vínculo duradero.

El carácter clónico del ritmo obra siempre en función de suprimir el afecto enlazado al sexo y traducirlo al lenguaje finito de la explicitud sexual, donde se exhibe una “curiosa alianza” entre “la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis”.

En el perreo se trata además de negar la posibilidad de un encuentro sexual que involucre al sujeto de una manera más íntima. El perreo es por ello una mercancía perversa de la cual se sirve el joven para provocar el desencuentro con el otro sexo.

A esto apunta la parafernalia tecnofílica del reggaetón: las letras “candentes”, el volumen de la música, el ritmo clónico, la voz del animador, los vestidos y los movimientos promiscuos- todo esto está allí para definir lo indefinido, para traducir lo infinito del sexo humano al discurso finito de la sexualidad animal.

Expliquemos esto en detalle. Puesto que actualmente la moral paterna está devaluada, los sujetos se hallan sin argumentos morales para oponerse al imperativo al goce del mercado. Es decir, hoy más que nunca el sujeto está obligado a cumplir con su deber de gozar sexualmente: deber con el cual él nunca podrá cumplir: pues, irónicamente, mientras más se obedece al superyó, más culpable se siente uno de no obedecerlo (en términos cristianos, uno se siente culpable de pecar por omisión). Lo cual implica que, en la actualidad, el sujeto siente la culpa de no gozar lo suficiente: de no gozar como lo exige el imperativo superyoico al goce.

Ahora bien, en nuestra época, este temor “natural” al sexo se agrava debido a la ética de la salud: ética que posiciona el bienestar del cuerpo y del yo como un valor supremo.

Si hay algo que caracteriza a nuestra época es una toma de conciencia de los peligros y enfermedades que amenazan el cuerpo. Que ello se deba exclusivamente a los avances de la ciencia médica, es una tesis que no acaba de convencernos; después de todo, que los médicos hablen de la salud no obliga a la gente a escucharlos. No hacemos mal entonces en detenernos en la siguiente pregunta: ¿por qué la ética de la salud es hoy la ética que acompaña el avance de la globalización capitalista?

La ética de la salud es la única defensa ética que tiene el sujeto- en el contexto del mercado- ante el imperativo al goce individualista.

Mientras el imperativo al goce posiciona el goce del individuo como el Bien supremo, la ética de la salud hace lo mismo con la salud del individuo. Y es que, en una época marcada por la inexistencia del Otro, solo una ética individualista como la ética de la salud podría servir de freno al imperativo al goce individualista.

La ética de la salud es el resultado de una estructura narcisista-imaginaria que erige al yo como su “majestad el yo” y convierte al otro- y la otredad en general- en una amenaza contra su reinado. Más que una respuesta práctica a la epidemia del SIDA, la obsesión de la época con el “sexo seguro” es, ante todo, el producto del temor del individuo ante la amenaza de la otredad que se asoma en el agujero del sexo.

La época posmoderna parecería entonces la época en que el sexo ha ganado la batalla, la época en que el sexo es finalmente reconocido como la estructura profunda de los afectos. Pero no es así: pues en esta época el temor a la otredad hace que el reclamo del placer sexual se disocie del Otro para convertirse en un reclamo de goce estrictamente individual. No es fortuito que hoy proliferen las distintas modalidades de cibersexo.

Lo que estas modalidades informáticas del sexo demuestran es que, ante el conflicto entre la exigencia al goce sexual y la exigencia a mantenerse saludable (léase, lejos del otro), el sujeto “obedece” a ambas con la post-sexualidad, es decir, el sexo sin el sexo, el sexo desprovisto de su sustancia “nociva”: a saber, la experiencia del otro.

La cyber-sexualidad ofrece una solución conciliadora entre el imperativo al goce del mercado y la ética de la salud. Es el “hedonismo posmoderno” y su máxima fundamental es: “Goza, pero no demasiado”. El imperativo al goce es como un estimulante y la ética de salud como un ansiolítico. El hedonismo posmoderno incita al sujeto no a renunciar al estimulante sino a consumirlo con el ansiolítico.

El perreo es una manera de renunciar al sexo (a la experiencia del otro) sin renunciar al discurso sexual.

El perreo se sostiene en una fantasía narcisista que se reviste de toda la simbología del gueto a fin de que el hombre pueda gozar como el cangri que hacer gozar a todas las perras, y la mujer como la perra-mamacita-del-barrio que hace salivar a todos los cangris. Los jóvenes se identifican con esta fantasía solamente en el contexto del mundo del entretenimiento.

El individualismo narcisista del capitalismo tardío- que se asocia generalmente con los yuppies y los metrosexuales- ha penetrado muy distintos segmentos sociales.

La parte maldita es el exceso que impulsa al individuo y a las colectividades a estrellarse contra los límites de cualquier ordenamiento racional.

En vez de volcar su exceso irracional haci la esfera pública-social, el sujeto debe hacerlo hacia la esfera privada-individual.

En las épocas de la tribu totémica o de la familia troncal, el padre biológico asumía la función represiva (el tabú) mientras que otro familiar u otra figura (un animal, un espíritu) asumía la función del ideal del yo, el ideal colectivo (el tótem). En la sociedad moderna, sin embargo, la familia se reduce a la célula básica padre-madre-hijo (la familia celular) y el padre biológico se ve obligado a asumir ambas funciones; y en consecuencia, raras veces se halla a la altura del ideal ante los ojos del hijo. Es esta diferencia palpable entre el comportamiento del padre biológico y su investidura ideal la que promueve el cuestionamiento del hijo de la autoridad paterna.

El ateo que se persigna al entra a una inglesia ya es presa de la ficción socioideológica, aunque lo haya hecho por respeto a los demás o se haya burlado interiormente del acto de persignarse.

El imperativo individualista-capitalista a gozar sexualmente es en realidad el imperativo a gozar de ritos-mercancías post-sexuales. En la época moderna el sexo era parte del reclamo individualista del placer, pero en la época posmoderna este reclamo se estrella contra el temor al encuentro sexual con la alteridad. Paradójicamente, debido al despliegue del individualismo narcisista, el individuo empieza a temer que el otro lo conduzca a un goce distinto al goce que le es “propio” a su fijación imaginaria-narcisista.

De allí la aparición de ritos y mercancías post-sexuales (el perro, el cyber-sexo, el sexo seguro) que, sin renunciar al discurso sexual, preservan al individuo de los riesgos de alteridad del sexo. En resumen, nuestra época prescribe el sexo, mas intenta despojarlo de su sustancia nociva: la otredad.

En la enfermedad hay un goce: de que, en breve, uno goza de su síntoma.

La post-sexualidad obstaculiza el vínculo con el otro y conduce al sujeto a un goce autista, solipsista, masturbatorio.

La masturbación es hoy el paradigma central del imperativo narcisista-capitalista por procurar la completud de goce en el mercado. Que el otro no sea más que la imagen con la cual yo me masturbo, este es el paradigma de la post-sexualidad.

El sujeto está obligado a gozar en el sentido de que le delega al mercado la elaboración de su deseo sexual.

El sujeto posmoderno no sabe desear más allá de las mercancías del capitalismo tardío.

La pornografía es, por el contrario, el objeto de consumo a través del cual el sujeto asume como propio el mandato a gozar del mercado.

El individualismo no garantiza el ejercicio de la libertad subjetiva.

El cinismo contemporáneo es la plataforma sobre la que se erige la estructura perversa que hace del sujeto un objeto del mercado.

A pesar de esta vigorosa expansión del individualismo capitalista, los empleados actúan hoy más que nunca como súbditos ante la voluntad del Patrón. No hay mejor prueba de ellos que su resignada aceptación de las services y del sobretiempo no remunerado.

El fantasma oligárquico y la ética individualista se conjugan para consolidar un sistema laboral en el que el agravio al empleado es percibido como la norma de los nuevos tiempos, como las nuevas reglas de juego para sujetos que ya no son ciudadanos sino súbditos-que-ascienden-socialmente. Que este súbdito hoy tenga mayor movilidad social y que, por ende, ya no conciba al Patrón como su Amo natural sino como temporal, transitorio, no desmiente el hecho de que el ascenso en la jerarquía social sea para aquel indisociable de congraciarse con el Patrón y sus caprichos.

La fantasía de la pendejada consolida la cópula perversa entre el individualismo capitalista y la tradición criolla.

El criollo justifica y exacerba su preexistente tendencia a la transgresión a través de la competencia capitalista. El criollo se vuelve así un ser sin escrúpulos, un pendejo para quien la transgresión- y el daño que esta ocasiona al otro- es la condición sine qua non del sobreviviente o del ganador.

Al abstener se reclamar contra la injusticia por miedo a ser estigmatizado como Lorna, por miedo a que los demás piensen que (por Lorna) se lo tenía bien merecido, el (ahora verdaderamente) Lorna se hace cómplice de la pendejada.

El pendejo es un siervo del mandato superyoico a maximizar el goce.

El sujeto criollo aceptó que la realidad nacional sea (de)formada por la perversa alianza entre lo peor del mundo criollo (la oligarquía, la pendejada) y lo peor del capitalismo (el imperativo al goce individual).

Con el ingreso de la globalización al país, el fujimontecinismo fundó un pacto fantasmático entre el Ello criollo-oligárquico y el superyó capitalista a expensas del Yo racional (el yo cívico, democrático, etc.).

El perverso es por lo general un hombre “iluminado”, un esmerado pedagogo: a él no le basta con actuar perversamente, sino que asume como propia la voluntad de predicar y demostrar la validez universal del dogma transgresivo. Más allá de su conveniencia utilitaria, Montesinos se sentía obligado a demostrar que el Perú se rige por la pendejada, que todos los peruanos son pendejos y que él era el más pendejo de todos. Detrás de la filmación de los vladivideos, se hallaba el deseo inconsciente de traer a la luz “la verdad” que debía permanecer en la oscuridad: a saber, que el sujeto criollo goza en la pendejada.

¿Cómo no odiar a quien hace volar en pedazos al narcisismo que subyace a nuestra trampa cínica?

El capitalismo no habría sobrevivido al siglo pasado si no hubiese hecho suyo este goce.

En cierto modo, el sexo era uno de los motivos-motores de la revolución. Hoy, por el contrario, el sexo es parte del sistema y la libertad sexual se encuentra más próxima al conformismo que a la disidencia.

La sexualidad libre no es hoy antagónica al capitalismo, sino que es parte intrínseca de él.

Si en la modernidad el sujeto procuraba en el sexo la otredad, en la nuestra renuncia al sexo- la experiencia del otro- sin renunciar al discurso sexual.

El perro es precisamente una de esas mercancías pseudosexuales: toda la parafernalia musical y dramática que acompaña a este baile intenta homogenizar al otro, traducir la heterogeneidad de su deseo a ritmos y movimientos “naturales”, automáticos. Y esto con el objeto de reducirlo a una mirada estandarizada que sostenga la identificación narcisista del yo con el yo-ideal: es decir, con los ideales del cangri pandillero que puede tener a todas las perras y de la perra-mamacita-del barrio que hace babear a todos los cangris.

Así, tanto en la cultura popular como en la cultura elitista, se advierte el mismo anhelo de hacer del otro un apéndice del goce autoerótico. La intención es evidentemente la de limitar el riesgo de que la otredad haga tambalear al sujeto del confortable nicho de su individualidad.

El individualismo posmoderno pretende hacer de la experiencia sexual una experiencia de gratificación narcisista.

De esto se trata por cierto el perreo: en vez de la moral del trabajo, la fidelidad y la sobriedad, la cultura del perreo ofrece a los jóvenes el ocio, la promiscuidad y la droga. Si bien esta cultura es solamente una mercancía que no conduce al sujeto ni a la degradación animal ni al bajo mundo de las pandillas, ella está diseñada de acuerdo con la fantasía de transgredir las prohibiciones del padre.

La verdadera libertad radica en la transgresión individualista de la vieja moral paterna. No obstante, la transgresión no cancela la ley sino que la preserva. La transgresión es el poner el mundo patas arriba para que, al final del día, el mundo siga al derecho. Y lo que sigue al derecho en nuestra época es una ideología para la cual la libertad debe concebirse siempre fuera de la dimensión colectiva.

La “transgresión” contemporánea no es así la experiencia del más allá de los límites: por el contrario, ella es en sí misma parte de los límites que el capitalismo trafica hacia la subjetividad dentro de una maleta ideológica en cuyo exterior se halla engomada la etiqueta del individualismo.

El mercado pretende darle a la transgresión de la moral paterna un sentido libertario que ya no tiene ni puede tener, el individuo no puede darle tan fácilmente la espalda y la asume como un deber. Sin duda, hoy hay más perversos que ayer, en el sentido de que hacen de la transgresión un dogma. Pero así como en la política, en el ámbito sexual la mayoría de los sujetos no son perversos sino cínicos: cínicos que transgreden la moral paterna sabiendo o intuyendo que en realidad no están transgrediendo nada de valor.

El transgredir la moral paterna es hoy el equivalente de obedecer una nueva norma social.

Si durante la Iluminación la democracia era una ficción simbólica que desafiaba el orden existente (la monarquía absoluta), en el presente su razón-de-ser es la de preservar el sistema que supuestamente garantiza el proceso de personalización (el desarrollo del individualismo): este sistema es, por supuesto, el libre mercado.

La ética contemporánea de los derechos humanos es básicamente anticolectivista: lejos de afirmar una voluntad colectiva, ella se basa en la defensa liberal de los derechos “naturales” del individuo: el derecho a la vida, a evitar el maltrato, a la libertad de opinión, etc. Aquí es importante distinguir los derechos humanos del periodo de la Iluminación de los derechos humanos posteriores a la segunda guerra mundial. Los primeros se erigen sobre la experiencia de la disidencia triunfante contra la monarquía, mientras que los segundos lo hacen sobre la experiencia del horror del holocausto. De allí que actualmente los derechos humanos se restrinjan a proteger al individuo del mal encarnado en los grandes proyectos sociopolíticos y sus mecanismos de coacción social.

La tolerancia multicultural encuentra eco en el público global a través de la concepción liberal de que el individuo tiene el derecho a vivir como le plazca y que, por lo tanto, debe ser protegido del gran Otro universal.

La democracia y los derechos humanos constituyen el rostro benéfico de la globalización que a menudo resiste a su rostro más evidente: el empuje al goce individual del capitalismo tardío.

La otra cara de la globalización se mantiene así dentro de una matriz individualista que rechaza todo ideal o sentido colectivo mediante el que el sujeto pueda reconocer en sí mismo algo que rebase la dimensión de la individualidad.

Desde los libertinos sadianos hasta los hippies, la Naturaleza ha funcionado como un Otro inmanente (físico, tangible) desde el cual se podía actuar en contra de los artificios de otro trascendental (social, cultural). Sin embargo, en la actualidad, gracias a los avances de la manipulación genética y la clonación, la ciencia es capaz de transformar lo que antaño era inmutable en el hombre.

En la época moderna, el hombre se separa de las apariencias de la tradición, la religión y la superstición en general; en la época posmoderna, él se enfrenta a la posibilidad de separarse incluso de la apariencia de su propia naturaleza.

La inexistencia del Otro no garantiza la erradicación del totalitarismo: por el contrario, ella favorece la emergencia de un totalitarismo aun más entrometido.

El totalitarismo de la época posmoderna es consustancial al eclipse del Estado-nación que impone un deber-ser colectivo al individuo. Sin necesidad de un plan coordinado, la nueva empresa totalitaria se difunde a través de la existencia material del mercado y de sus múltiples órganos ideológicos. Y sin necesidad de la fuerza ni de la articulación de la “voluntad del pueblo”, ella es más eficaz en vigilar y disciplinar la conducta de los individuos.

Hoy el mercado normativiza la dimensión subjetiva.

Esta normativización se lleva a cabo a través de la difusión de una ideología individualista que reduce la subjetividad al nexo entre el capital y el imperativo al goce individualista. Si el totalitarismo de estado imponía al individuo un ideal colectivo, el nuevo totalitarismo destruye el ideal colectivo y lo conmina a dedicarse exclusivamente al conseguimiento del éxito y de la felicidad personal dentro de los paradigmas del capitalismo de consumo. En otras palabras, el mercado define el significado del éxito y de la felicidad e instala en el sujeto la culpa superyoica de no tenerlos, de no gozar de ellos.

Los múltiples órganos del mercado realizan un esfuerzo nunca antes visto por penetrar con sus representaciones la subjetividad humana, y que esta penetración es tan profunda que el individuo las percibe como propias, como parte de su naturaleza.

Mientras que antaño el individuo se resistía o se sometía a un poder estatal que percibía como exterior-como un poder cuyas metas eran distintas de las suyas-, en la actualidad el poder “se hunde en las profundidades de las conciencias y de los cuerpos” y penetra al individuo “hasta los ganglios”.

El nuevo totalitarismo intenta reducir al otro a un apéndice del goce autoerótico que el individuo obtiene de la plaga de fantasías-mercancías de la sociedad de consumo.

A fin de subvertir el totalitarismo individualista, es preciso atravesar la plaga de fantasías que presuponen que la libertad subjetiva se halla en la esfera del individuo.

Sin la identificación con el síntoma (que alberga lo real), el atravesamiento del fantasma podría confundirse con- pervertirse hacia- el voluntarismo de los manuales de autoayuda o con la complacencia hacia el normativismo de la ingeniería social.

La oligarquía es una fantasía que permite la alianza entre lo peor del mundo criollo (los sentimientos oligárquicos) y lo peor de la globalización (el imperativo al goce). Es gracias a esta fantasía que se ha podido derruir los derechos de los trabajadores y legalizar un sistema laboral constituido por patrones y súbditos.

En el caso de la pendejada, la identificación con el síntoma no implica identificarse con la existencia positiva del Lorna (quien después de todo participa en el sistema pendejo) sino con aquello que en él apunta hacia una relación con el otro que no esté basada en la rivalidad y la transgresión.

¿Qué garantías tenemos de que el acto tendrá o no tendrá éxito? Ninguna. El acto no se autoriza de otro (de una ideología, de un dogma): por el contrario, el acto exitoso autoriza desde lo real al nuevo sujeto y a la nueva comunidad. En realidad, el acto es indiscernible de un pasaje al acto lunático. Al llevar a cabo la revolución soviética, no había garantías. Si los revolucionarios hubiesen fracasado, los zaristas los hubiesen condenado a la horca como criminales comunes, y la Historia, en el mejor de los casos, los hubiese estigmatizado como idealistas bienintencionados, pero igual que en la seducción amorosa, en la política el triunfo o el fracaso determinan retroactivamente el valor positivo o negativo de la osadía. “Primero atacamos y de allí vemos”. No hay garantías. El acto es por definición un salto al vacío… pero es solo en el vacío de lo real donde radica la posibilidad de ser Padre de lo nuevo.

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