Cuentos (antología)- Julio Ramón Ribeyro.
No se escribe por una razón, sino por varias, cuya importancia varía según las épocas y el estado espiritual del escritor.
El hombre superior difiere del
hombre inferior, y de los animales hermanos de este, por la simple cualidad de
la ironía. La ironía es el primer indicio de que la conciencia se ha tornado
consciente. Y la ironía atraviesa dos estadios: el estadio marcado por Sócrates
cuando dijo “solo sé que no sé nada” y el estadio marcado por Sanches (filósofo
portugués) cuando dijo “no sé si nada sé”
Recordaba, como una pesadilla,
sus diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los
escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué asco! Por eso la
posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró.
Ese día había sido igual a muchos
otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el
pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que
algo excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño
de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo
así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado solo lo agradable
y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si
ese tiempo pudiera repetirse… ¿era imposible acaso?
Los acreedores reían seguramente
de algún chiste. Él se sintió ofendido, como si fuera el blanco de las burlas. Todo
lo vio por un momento negro y hostil. Su fracaso como orador, su poca suerte
con las mujeres, su tragedia de viajar en tranvía, le envenenaron el hígado, le
predispusieron a la intransigencia.
Le bastaba saber que era pariente
del presidente- con uno de esos parentescos serranos tan vagos como
indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de
encontrarles un origen adulterino- para estar plenamente seguro que aceptaría.
Desde las cinco de la tarde
estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que
traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo
ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores,
los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Durante toda la noche no hice
otra cosa que recriminarme mi conducta. Nunca creí que fuera tan fácilmente excitable
y en parte atribuía esto a mi poca experiencia con las mujeres.
Largo rato permanecí apoltronado
en mi sillón, saboreando el placer de encontrarme nuevamente entre mis cosas. Mi
mirada recorría cada uno de mis objetos familiares y los acariciaba con
gratitud. Partir es una gran cosa, me decía, pero lo maravilloso es regresar.
La chicha continuaba durmiendo el
sueño de los justos y cobrando aquel inapreciable valor que dan a este género
de bebidas los descansos prolongados.
Estos árboles eran como los
genios tutelares del lugar. Ellos le daban a nuestra calle el aspecto pacífico
de un rincón de provincia. Su tupido follaje nos protegía del sol en el verano,
nos resguardaba de la polvareda cuando soplaba el viento. Nosotros nos
trepábamos a sus troncos como monos.
Ya no nos trepábamos a sus ramas
ni jugábamos a los escondidos tras sus troncos, pero hubo una época de perversidad
en que espiábamos su copa con la honda tendida para abatir a las tórtolas.
La ciudad progresó. Pero nuestra
calle perdió su sombra, su paz, su poesía. Nuestros ojos tardaron mucho en
acostumbrarse a ese nuevo pedazo de cielo descubierto, a esa larga pared blanca
que orillaba toda la calle como una pared de cementerio. Nuevos niños vinieron
y armaron sus juegos en la calle triste. Ellos eran felices porque lo ignoraban
todo. No podían comprender por qué nosotros, a veces, en la puerta de la casa, encendíamos
un cigarrillo y quedábamos mirando el aire, pensativos.
-Por favor-decía-. ¿No es usted
el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando.
Matías se volvió, rojo de ira.
-¡Yo soy cobrador!-contestó
brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió excusas y se
retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció hacia el parque,
anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel,
estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca,
abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Nosotros somos como la higuerilla,
como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y
escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las
acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide
favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan
tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los
tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de
piedras y de basura.
Mientras tanto, nuestra casa se había
ido llenando de animales. Al comienzo fueron los perros, esos perros vagabundos
y pobres que la ciudad rechaza cada vez más lejos, como a la gente que no paga
alquiler. No sé porque vinieron hasta aquí: quizá porque olfatearon el olor a
cocina o simplemente porque los perros, como muchas personas, necesitan de un
amo para poder vivir.
A todos estos animales, al
principio, los rechazamos a pedradas y palazos. Bastante trabajo nos daba ya
mantener sano nuestro pellejo. Pero lo animales siempre regresaban, a pesar de
todos los peligros, había que ver las gracias que hacían con sus tristes
hocicos. Por más duro que uno sea, siempre se ablanda ante la humildad. Fue así
como terminamos por aceptarlos.
Tal vez hay una manera de
hablarle a los hombres, una manera de llegar hasta su corazón. Me di cuenta,
esta vez, que todos estaban conmigo.
Nosotros lo sabíamos, claro, pero
¿qué podíamos hacer? Estábamos divididos, peleados, no teníamos un plan, cada
cual quería lo suyo. Unos querían irse, otros protestar. Algunos, los más
miserables, los que no tenían trabajo, se enrolaron en la cuadrilla y destruyeron
sus propias viviendas.
Mi cara, como la suya, debía
estar también ahora color ceniza, casi vieja, sin tiempo, como una de las tantas
piedras que habían allí tiradas.
Lo que más me incomodaba era su olor.
No es que se tratara de un olor especialmente desagradable, sino que era un
olor distinto al mío, un olor extranjero que ocupaba el cuarto y que me daba la
sensación, aun durante su ausencia, de estar completamente invadido.
Todo el jardín era obra suya y
como un personaje volteriano había llegado a la conclusión de que en cultivarlo
residía la felicidad.
Todo hombre que sufre se vuelve
observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su
mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el
órgano vigilante que cala, elige, califica.
Las decepciones, en general,
nadie las aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se
convierten en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria.
El problema estaba en cómo llegar
a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento aguza también el
ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a un largo escrutinio y
trazado un plan de acción.
Por lo pronto Boby y José María
se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta
además que en Nueva York se había dado cita todos los López y Cabanillas del
mundo, asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas,
sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares
de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían solo en común el
querer vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber
intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses,
complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un
tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.
La vida era una aventura
maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre,
misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con
miles de privaciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora
llevaban un uniforme verde, volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban
armas devastadoras y se aproximaban jóvenes aún colmados de promesas, al reino
de lo ignoto.
Esas familias ya no existen, ni
probablemente esas casas. Empobrecidos no sé por qué razones, Fabiola y sus cinco
hermanos habían resuelto seguir viviendo juntos, con sus padres ancianos y
prácticamente inmortales. Eran tres hombres y tres mujeres, todos solteros,
todos incapaces de casarse, porque no tenían plata, porque todos eran muy feos.
Gentes venidas de otros horizontes-
del extranjero, claro, pero también de alejadas provincias y del subsuelo de la
clase media- habían ido adueñándose poco a poco del país, gracias a su
inteligencia, su tenacidad o su malicia. Nombres sin alcurnia ocupaban los grandes
cargos y manejaban los grades negocios. El país se había transformado y se
seguía transformando y Lima, en particular, había dejado de ser el hortus
clausum virreinal para convertirse en una urbe ruidosa, feísima e
industrializada, donde lo más raro que se podía encontrar era un limeño.
Fue allí que rodeado de
daguerrotipos y pergaminos, Diego Santos de Molina fundó una comarca intemporal,
ocupado en investigaciones genealógicas y en la lectura de las memorias del duque
de Saint-Simon, que terminó por conocer de memoria. Su contacto con la ciudad
se había vuelto extremadamente selectivo: misa los domingos en San Francisco,
té todas las tardes en el bar del Hotel Bolívar, algunos conciertos en el Teatro
Municipal y tertulias con tres o cuatro amigos que, como él, seguían viviendo
la hipótesis de un país ligado aún a la corona española, en el que tenían curso
títulos, blasones, jerarquías y protocolos, país que, como estaban todos de
acuerdo, “había sido minado definitivamente por la emancipación”.
Gracias a sus pesquisas, a la
tradición oral y a su prodigiosa memoria, conocía los orígenes de todas las
familias limeñas. Y así no había persona descollada que no descendiera de
esclavos, arrieros, vendedores ambulantes, bodegueros o corsarios. Alguna tara
racial, social o moral convertía a todos los habitantes del país, aparte de los
de su círculo, en personas infrecuentables.
Refunfuñando pidió sus periódicos
favoritos y se instaló en otra mesa, frente a los ventanales que daban a la
céntrica calle de la Colmena. Pero no pudo leerlos, no solo porque de la
calzada le llegaba el insoportable vaivén del populacho, sino porque el nombre
Gavilán y Aliaga se le había atravesado en el espíritu y le bloqueaba todo
raciocinio. Sin terminar su té se retiró.
A cada uno de sus regresos encontró
a Lima más fea, sucia y plebeya. Cuando avistó los primeros indígenas con
poncho caminando por el jirón de la Unión hizo un nuevo juramento: no poner
nunca más lo pies en esa calle. Lo que cumplió al pie de la letra, amurallándose
cada vez más en su casona, borrando de un plumazo la realidad que lo cercaba,
sin enterarse nunca que un millón de provincianos habían levantado sus tiendas
de esteras en las afueras de la capital y esperaban pacientemente el momento de
apoderarse de la Ciudad de los Reyes. Solo se filtraban hasta su mundo los
signos de lo mundano, bodas, bautizos, matrimonios, entierros, distinciones,
bailes y nombramientos.
Al cabo de dos meses, en una
memorable tarde que consideró como la más jubilosa de su vida encontró lo que
buscaba: la licencia otorgada por el ayuntamiento de Monterrey a don Carlos
Gavilán, casado, padre de Belisario y Elena, para que abriera una carnicería
dedicada en especial a beneficiar las reses que procedían de las corridas de
toros. ¡Un carnicero! Y peor aún, ¡un matarife!¡De allí venían los Gavilán y
Aliaga!¡Gente que descuartizaba toros y traficaba con sus vísceras! ¡Hombres de
mandil, hacha y cuchillo! Que su hijo Belisario hubiera estudiado leyes y
emigrado al Perú le tenía sin cuidado. Todo el clan había nacido entre los
cuatro muros de una tienda sórdida llena de sangre.
La carta de don Diego estaba
redactada con letras de imprenta y en un estilo administrativo que no daba pie para
ninguna indagación. Pero su presuntuosidad lo perdió. Al final de la misma no
pudo resistir a la tentación de citar una frase del duque de Saint-Simon: “Si
quieres entrar en mi casa, deja al animal en la puerta”. Y añadía de su propia
cosecha: “Los Gavilán y Aliaga parecen ignorar esta lección y así traen al
animal no solo dentro de sí sino sobre su propio nombre”.
Cita fatal. Los lectores de Saint
Simon eran muy poco en Lima. Sus memorias hacía años que no se reeditaban y se
sabía más o menos quienes las tenían en casa. Otras pesquisas paralelas
permitieron a los Gavilán y Aliaga localizar sin equívoco al responsable de
esta afrenta.
Se defendió dando mandobles a
diestra y siniestra, mientras repetía la divisa familiar: “Tu fuerza es tu soledad”.
El calendario oficial me ha
llegado a parecer, después de lo ocurrido, una medida convencional del tiempo,
útil solamente como referencia a hechos contingentes, pero completamente ineficaz
para medir el tiempo interior de cada persona, que es en definitiva el único
tiempo que interesa.
A Silvio le cayó esta propiedad
como un elefante desde un quinto piso. No solo carecía de toda disposición para
administrar una hacienda lechera o administrar cualquier cosa, sino que la idea
de enterrarse en una provincia le puso la carne de gallina. Todo lo que él
había deseado de niño era tocar el violín como un virtuoso y pasearse por el jirón
de la Unión con sombrero y chaleco a cuadros, como había visto a algunos
elegantes limeños.
Luego algunas escapadas juveniles
y nocturnas por la ciudad, buscando algo que no sabía lo que era y que por ello
mismo nunca encontró y que despertaron en él cierto gusto por la soledad, la
indagación y el sueño.
Esas familias serranas eran
inagotables y en cada una de ellas había siempre un lote de mujeres en reserva,
que ponían oportunamente en circulación con propósitos más bien equívocos.
Una mañana que se afeitaba creyó
notar el origen de su malestar: estaba envejeciendo en una casa baldía,
solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de durar. La vida no podía
ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin
protestar. Pero, ¿qué podía ser? En vano miró a su alrededor, buscando un
indicio. Todo seguía en su lugar. Y sin embargo debía haber una contraseña,
algo que permitiera quebrar la barrera de la rutina y la indolencia y acceder
al fin al conocimiento, a la verdadera realidad. ¡Efímera inquietud! Terminó de
afeitarse tranquilamente y encontró su tez fresca, a pesar de los años, si bien
en el fondo de sus ojos creyó notar una lucecita inquieta, implorante.
Al cabo de un tiempo, sin
embargo, la hacienda llegó a su rendimiento óptimo y se estancó. Al igual que
el ánimo de Silvio, que no encontraba mayor placer en haber logrado una
explotación modelo. Su esfuerzo le había dado un poco más de beneficios y de prestigio,
pero eso era todo. Él seguía siendo un solterón caduco, que había enterrado
temprano una vocación musical y seguía preguntándose para qué demonios había
venido al mundo. Abandonó entonces sus cruces bovinos y dejó de supervigilar la
marcha del establo. Por pura ociosidad se había delado crecer una barba rojiza
y descuidada. Por la misma razón volvió a interesarse por su clave, que seguía
indescifrable sobre su mesa. RES=COSA.
Sabía que estaba viviendo un
periodo de prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé
como un lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o
desdeñado que fuese.
Nada dio resultado. Llegué así a
la conclusión que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de
trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a
prueba el temple de mi carácter. Conocía gente- poca es cierto, y que siempre
me inspiró desconfianza- que había resuelto de un día para otro no fumar y lo
había conseguido.
Sentí entonces algo que rara vez
había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían quince o veinte años de
lecturas y escrituras, recluido como estaba entre los moribundos, mientras que
esos hombres simples e iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de
la que recibían sus placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al
término de su yantar, los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y
encender sus cigarrillos de sobremesa.
Esa visión me salvó. Fue a partir
de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y
mi voluntad para salir de la postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba
otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego
ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de
las recompensas de un hombre corriente pero sano.
De modo que la casita estaba
enteramente a su disposición y podía así disfrutar durante un par de semanas de
bienes tan preciosos como la soledad, la tranquilidad y la libertad.
Pasé muchos años en Europa,
durante los cuales mi pasión musical creció, se diversificó, se afinó, hasta que
finalmente, si no se extinguió, alcanzó una moderada quietud, a medio camino
entre el deber y el aburrimiento. Probablemente ese sea el destino de todas las
pasiones.
La ciudad, el país, se habían transformado, para bien o para mal, ese es otro asunto. Anduve unas semanas por los espacios de mi juventud, buscando indicios, rastros, de épocas felices o infelices, encontrando solo las cenizas de unas o la llama aún viva de otras.
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