Cuentos inolvidables según Julio Cortázar.

Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal.

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo.

Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no yerran, de aquí cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.

Encerrado por las macizas paredes de tan venerable academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi virilidad del crimen.

En general, los hombres de edad madura no guardan un recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores.

Era la admiración correspondiente a la vida que ella encarnaba, cuya juvenil pureza y opulencia llevaba implícita la idea de que el verdadero triunfo era semejante a eso, era vivir, florecer y alcanzar la perfección de ese delicado arquetipo, y no devanarse los sesos redactando laboriosas fantasías con la espalda inclinada sobre una mesa manchada de tinta.

El episodio viviría durante años en su memoria y, más aún, en su asombro. Tenía esa cualidad que la fortuna destila a veces en una sola gota: la cualidad de borrar las huellas del tiempo, conservando intacto un recuerdo lejano.

El hecho mismo de la muerte de un conocido provocó en cuantos recibieron la noticia, según ocurre siempre, un sentimiento de alegría, porque había muerto otro y no ellos.

Pero su rostro, como el de todos los muertos, era más hermoso y, sobre todo, más significativo de lo que había sido en vida. Expresaba que había hecho lo que tenía que hacer, y que lo había hecho de una manera justa.

Era hijo de un funcionario que había hecho, en diferentes departamentos ministeriales de San Petersburgo, una de aquellas carreras que demuestran claramente que el individuo es incapaz de desempeñar cualquier función importante, pero que, gracias a la larga duración de sus servicios y escalafón, no puede ser despedido. Por ese motivo, recibe un puesto ficticio, expresamente inventado, con un sueldo de seis a diez mil rublos, nada ficticios, con el que vive hasta la más avanzada vejez.

Tal había sido el consejero secreto Ilia Efimovich Golovin, miembro inútil de varias inútiles instituciones… se acercaba ya a la época de servicio en que se percibe un sueldo por la fuerza de la inercia.

Comprendió que la vida conyugal – al menos con su mujer – no correspondía a los encantos y a las conveniencias de la vida, sino que, por el contrario, los destruía a menudo.

Exigía de la vida familiar tan solo las comodidades que esta podía darle, es decir, una buena comida, una ama de casa, una cama y, sobre todo, las conveniencias exteriores, que se determinan por la opinión pública. En lo demás, buscaba placer y alegría; y si lo encontraba, estaba agradecidísimo. Si tropezaba con la resistencia y el mal humor, inmediatamente se iba a su mundo particular, al servicio, en el que se hallaba a gusto.

La mentira, esa mentira adoptada por todos, de que solo estaba enfermo, pero que no se moría, que bastaba que estuviese tranquilo y se cuidase para que todo se arreglara, constituía el tormento principal de Iván Illich.

De nuevo corrieron los minutos y las horas, unos tras otras. Siempre estaba lo mismo, pero al fin, ese fin inevitable, que cada vez parecía más horroroso, no llegaba.

“¿Cómo viviste antes bien y arregladamente?”, exclamó la voz. E Iván Illich empezó a analizar mentalmente los mejores momentos de su vida agradable. Pero cosa rara: todos los mejores momentos de su vida le parecieron completamente distintos de los que parecían antaño. Todos, exceptuando los primeros recuerdos de su niñez. En su infancia había algo realmente agradable, con lo que se podría vivir si volviera. Pero el hombre que había experimentado aquella sensación agradable no existía ya: aquello era como el recuerdo de algún otro.

Cuanto más se alejaba de su infancia, cuanto más cerca estaba del presente, tanto más insignificantes y dudosas se le antojaban las alegrías.

¡Su matrimonio… tan imprevisto, y la desilusión, el mal aliento de su mujer, el sentimentalismo y la afectación! Y aquel trabajo muerto, aquellas preocupaciones pecuniarias por espacio de uno, dos, diez, veinte años… ¡siempre lo mismo! Y cuanto más avanzaba, tanto más muerto era todo aquello. Era como su descendiera, uniformemente, de una montaña, imaginándose que subía. Así había sido. Según subía a la montaña ante los ojos del mundo, la vida huía de él… ¡Y he aquí que todo estaba consumado, ya podía morir!

Durante los últimos tiempos de la soledad en que se encontraba, tendido en el sofá, cara a la pared, de aquella soledad en una población de tantos habitantes, en medio de sus numerosos conocidos y de su propia familia- de aquella soledad que no podía ser mayor en ninguna parte, ni en el fondo del mar, ni bajo la tierra-, Iván Illich vivía solamente por medio de la representación del pasado.

Había un punto luminoso allí, en el principio de su existencia; pero luego todo se volvía cada vez más negro y cada vez más rápido. “Es inversamente proporcional a los cuadrados de la distancia de la muerte”.

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