Familia y amor. Un alegato a favor de la vida privada- Luc Ferry.

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Liberados por fin de esas ampulosidades metafísicas, morales y religiosas que hasta hace poco daban sentido a nuestras vidas, consumimos de todo: objetos materiales, por supuesto, pero también bienes culturales, académicos, espirituales, religiosos o políticos, todos ellos en forma de espectáculos televisivos que dan lugar a pronósticos, comparaciones y conjeturas, resultando a veces bastante divertidos. Ya nada parece trascender una lógica de mercado que pretende hacer que los valores más elevados sean los inmanentes a su propio funcionamiento.

Un nihilista es cualquier cosa menos un hombre desprovisto de ideales: muy por el contrario, es él quien más lleno está de «convicciones fuertes», de «principios superiores» (sobre todo «morales y trascendentes»).

La nostalgia del pasado y la esperanza de un futuro mejor nos alejan de la auténtica sabiduría, que consiste en saber reconciliarse, en la medida de lo posible, con lo que hay, y en vivir en la única dimensión real del tiempo, es decir, el presente —puesto que el pasado (que ya no es) y el futuro (que aún no es) son sólo formas que adopta la nada.

La auténtica libertad consiste en obedecer la ley que uno se ha dado a sí mismo.

Hoy el lema ya no es «conviértete en alguien diferente al que eras en el momento de empezar» y hazlo a través del trabajo, sino exactamente el contrario: «Conviértete en lo que eres» (be yourself!), y hazlo por gusto, desembarazándote en la medida de lo posible de las constricciones, de los «ídolos», de lo trascendente y de las autoridades alienantes.

No más valores ni significados trascendentes, sino únicamente un universo de hiperconsumo en el que todo se recicla siguiendo la lógica de los índices de audiencia y del mercado, y, por tanto, radicalmente inmanente al movimiento incesante de la historia a la que domina.

En este proceso de globalización que, hoy por hoy, somete a toda actividad humana a una competencia incesante, la historia queda fuera del ámbito de influencia de los seres humanos.

Actualmente, nuestros conciudadanos consideran que es la investigación científica y no la naturaleza lo que engendra un peligro mayor.

En los tiempos de la Ilustración, la crítica se dirigía contra los otros, contra los enemigos del progreso, por ejemplo. Pero hoy se vuelve sobre sí misma para convertirse primero en autorreflexión, lo que está muy bien, y a continuación en autodenigración, lo que ya lo está menos.

Asistimos no sólo al incremento de comunitarismos de todo tipo, sino a un auténtico retorno a la época de las tribus; y cada una de éstas, sea la que sea, tiene una conciencia tan aguda como unilateral de las consideraciones que se les debe. De modo que el discurso reivindicativo, por no decir paranoico, resulta ser el más eficaz y extendido. En el marco de una guerra de memoria histórica o de un conflicto de intereses simplemente corporativista, cada grupo desarrolla los argumentos que se supone que le permiten mostrar al mundo que ocupa el número uno en el hit-parade de los perseguidos, y que, por consiguiente, tiene derecho a reparaciones e incluso a una declaración pública de arrepentimiento, a ser posible muy ceremoniosa y de ámbito nacional.

Por decirlo con toda crudeza: el modelo más puro de consumo es el de la adicción. Para sentir la necesidad de consumir, hay que encontrarse en cierto estado de insatisfacción, hay que vivir según una lógica del deseo que, antes que nada, se caracteriza por un estado de carencia. Y para que el individuo se sumerja en este estado, hay que «liberarlo» en la medida de lo posible de aquellos valores espirituales y morales (lo que Freud denominaba la «sublimación») que le permiten gozar de un mundo interior lo suficientemente rico y estable como para bastarse a sí mismo, y en virtud de esa riqueza y esa estabilidad no tener necesidad de comprar.

No había que «ir de compras» para realizarse, sino cumplir ciertos deberes para con uno mismo y los demás, lo que iba contra la lógica misma del deseo adictivo. Si queremos reequilibrar la balanza, debemos desarrollar ciertos valores ajenos al consumo y al margen de los valores del mercado, que hagan de contrapeso y que sean, por lo tanto, en cierto modo, «antiliberales».

Surge así una cultura que, tras acabar con toda posibilidad real de renovar contenidos, hace suyo el principio de la renovación por la renovación, convirtiéndolo en un fin en sí, intentando crear en todo momento lo absolutamente nuevo, y abocándose a una contradicción insuperable. Al fin y a la postre, el intentar producir lo nuevo por lo nuevo, esa voluntad de ser original a cualquier precio, acaba careciendo en sí misma de cualquier rasgo de novedad, acaba desprovista de toda originalidad.

Cuando lo único en lo que se basa una unión es en la lógica del sentimiento, cuando el vínculo afectivo y la afinidad electiva constituyen lo esencial, basta con que el amor se extinga para que se piense en la separación: nada, en efecto, justifica ya objetivamente su conservación.

En los periodos de bonanza, cuando todo va viento en popa, la gente se toma gustoso interés por lo universal. Pero cuando las cosas se tuercen en casa, cuando preocupa la amenaza de un divorcio, una enfermedad grave de un hijo, la pérdida del empleo, la muerte de un familiar, la esfera privada recobra un protagonismo absoluto, con una fuerza tanto mayor cuanto más se la haya descuidado antes.

Al contrario de lo que sucede hoy en día, las funciones de la familia conyugal de antaño son de carácter esencialmente económico: unidad de consumo y unidad de producción, su misión principal era asegurar la conservación y transmisión de un patrimonio. La pareja se formaba con arreglo a estos criterios económicos, por elección y voluntad de los padres o, en ocasiones, por interés de los propios contrayentes, pero sin que los sentimientos de los implicados contaran demasiado.

La idea de que los padres tienen ciertos «deberes» hacia sus hijos parece que no se impuso para la sociedad en su conjunto hasta el siglo XVIII, e incluso entonces lo hizo de forma muy variable en función de los diferentes estratos sociales.

Con el nacimiento del capitalismo y de su corolario, el salario, los hombres y las mujeres no tuvieron más remedio que empezar a comportarse, primero en el mundo laboral y después en su vida privada, como individuos autónomos. Se les obliga, valga la expresión, a ser libres, a perseguir sus propias metas y sus intereses particulares. Y estos nuevos imperativos se traducen, de forma muy concreta, en la necesidad de abandonar sus antiguas comunidades de pertenencia —en el caso de los campesinos, por ejemplo, en «irse a la ciudad» para trabajar en las casas burguesas, lo que, a pesar de todo, les confirió un grado de libertad inédito frente al peso de las costumbres y del control social tradicionales—.

La introducción en el ámbito de las relaciones humanas de la lógica del individualismo las eleva así hasta la esfera del amor moderno, libremente elegido y sentimental.

Los valores sacrificiales han descendido del cielo de las ideas —los ídolos— para encarnarse en lo humano.

En general, lo que era soportable ayer ya no lo es hoy, debido a la lógica del hiperconsumo a la que estamos sometidos: ésta engendra una acelerada erosión de aquellos valores tradicionales que le permitían al individuo llevar una existencia que no estuviera en un estado de carencia permanente.

República y laicismo sí, sin duda alguna; pero reinscritos en el futuro, en el después de un siglo de deconstrucciones y de emancipación de la vida privada, y no en la nostalgia de los buenos tiempos ni en el resentimiento alimentado por un odio patológico hacia el universo liberal.

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