Siddhartha-Hermann Hesse

La primera luz del día entró en la habitación. El brahmán vio que las rodillas de Siddharta temblaban. Sin embargo, en el rostro de su hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces el padre se dio cuenta de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba a su lado, en su tierra. Ahora ya le había abandonado.

La mirada se le tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio, cuando atravesaba la ciudad con personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y cazar a los príncipes; presenció el llanto de los familiares de un difunto; advirtió cómo las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos se preocupaban de los enfermos, cómo los sacerdotes determinaban el día de la siembra, se percató de que los amantes se querían, de que las madres daban el pecho a sus hijos. Y todo ello no era digno de la mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba; olía todo a hipocresía, todo aparentaba tener sentido y felicidad y belleza, mas, sin embargo, todo era ignorancia y putrefacción.

Siddhartha estaba sentado muy derecho y aprendía a contener la respiración, aprendía a regularla, aprendía a suprimir el alentar. Aprendía, empezando por la respiración a aquietar los latidos del corazón, a espaciarlos, hasta suprimirlos casi.

Instruido por el más anciano samana, Siddharta se entrenaba en la despersonalización, en el arte de ensimismarse según las nuevas reglas de los samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddharta absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas; era garza, comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la garza, sentía la muerte de la garza.

¿Qué significa el arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el ayuno? ¿Qué se pretende al detener la respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un breve escaparse del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y lo absurdo de la vida. La misma huida, la misma breve narcosis encuentra el arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de aguardiente de arroz o de leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya no experimenta los dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado una breve narcosis. Dormido sobre su copa de aguardiente de arroz alcanza lo mismo que Siddharta y Govinda después de largos ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no-yo.

Sufrí sed, Govinda, y durante este largo trayecto con los samanas mi sed nada ha disminuido. Siempre me hallé sediento de ciencia y lleno de preguntas. He interrogado a los brahmanes año tras año, he indagado entre los sagrados Vedas año tras año. Quizá, Govinda, si hubiera preguntado al cálao o al chimpancé me habrían instruido tan bien, tan útilmente, con tanta inteligencia. Govinda, ¡he necesitado tiempo para aprender, y aún no he conseguido entender que no se puede aprender nada! Creo que realmente no existe eso que nosotros llamamos «aprender». Sólo existe, amigo mío, un saber que está en todas partes, es decir, el atman. Este se halla en mí y en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer que este saber no tiene peor enemigo que el querer saber, que el desear aprender.

Había surgido un hombre, llamado Gotama, el majestuoso, el buda, que en su persona había superado el dolor del mundo y había parado la rueda de las reencarnaciones. Enseñando, rodeado de discípulos, recorría el país sin propiedades, sin casa, sin mujer, tan sólo con el ropaje amarillo del asceta, pero con la frente alegre, como un bienaventurado, y los brahmanes y los príncipes se inclinaban ante él y se convertían en sus discípulos.

Pero ahora miró con atención la cabeza de Gotama, sus hombros, sus pies, su mano tranquilamente relajada; y a Siddharta le pareció que cualquier miembro de cualquier dedo de esa mano era doctrina; respiraba y brillaba todo él verdad. Ese hombre era un santo. Jamás Siddharta había admirado y amado tanto a un hombre como a aquél.

"Todavía no he visto yo a ningún hombre que mire así, que sonría así, que se siente y ande así —pensaba—. Así me gustaría a mí poder mirar y sonreír, poder andar y sentarme, tan libre, tan majestuosa, tan oculta, tan clara, tan infantil y misteriosamente. Tan verdaderamente sólo aparece y camina el hombre, que ha penetrado en lo más íntimo de sí mismo. Pues bien: yo también intentaré penetrar en lo más íntimo de mí mismo."

Razonó hondamente, se dejó deslizar como a través de unas aguas profundas, dejóse caer hasta el fondo de ese sentimiento, hasta allí donde se encuentran las causas. Creía que comprender las causas era precisamente pensar, y que sólo a través de la razón, los sentimientos pueden convertirse en comprensión, es decir, que no se pierden, sino que se transforman en sustancias y empiezan a derramar su contenido. 

Pero no lo conseguí, tan sólo podía engañarlo, únicamente podía huir de él, esconderme. ¡Ciertamente, ninguna cosa del mundo me ha obsesionado tanto como este mi yo, este enigma de vivir: que soy un individuo separado y aislado de todos los demás, que soy Siddharta!

Ya no deseo matarme ni despedazarme para hallar un misterio detrás de las ruinas. Ya no me enseñará el yogaveda, ni el atharva-veda, ni los ascetas, ni cualquier otra doctrina. Quiero aprender de mí mismo, deseo ser mi discípulo, conocerme, adentrarme en el misterio de Siddharta.»

El sentido y el carácter no estaban detrás de las cosas, estaban dentro de ellos, dentro de todo.

El mundo era bello, si se lo contemplaba con la sencillez de un niño. Hermosas eran la luna y las estrellas, el riachuelo y la orilla, el bosque y la roca, la oveja y el cárabo dorado, la flor y la mariposa. Bello y gozoso era el caminar por este mundo, de manera tan infantil, tan despierta, tan abierta a lo cercano, tan confiada.

«Es como Govinda -pensó Siddharta, jocoso-: todos los que encuentro en mi camino son como Govinda. Todos son agradecidos, a pesar de que ellos mismos podrían pedir agradecimiento. Todos son sumisos, a todos les gusta ser amigos, les agrada obedecer, pensar poco. Los hombres son como niños.»

¿Pero qué será de ti? ¿No sabes otra cosa que pensar, ayunar y hacer poesías?

Ayer te conté que sé pensar, esperar y ayunar, y tú encontraste que todo ello no servía para nada. Sin embargo, sirve para mucho. Te darás cuenta de que los ignorantes samanas aprenden en el bosque y saben muchas cosas hermosas, que vosotros no sabéis. Anteayer todavía era un mendigo sucio; ayer besé a Kamala; y pronto seré un comerciante y tendré dinero y todas las cosas que a ti te gusten.

Mira, Kamala: si echas una piedra al agua, ésta se precipita hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo ocurre cuando Siddharta tiene un fin, cuando se propone algo. Siddharta no hace nada, sólo espera, piensa, ayuna, sin hacer nada, sin moverse: se deja llevar, se deja caer. Su meta le atrae, pues él no permite que entre en su alma nada que pueda contrariar su objetivo. Eso es lo que Siddharta ha aprendido de los samanas. Es lo que los necios llaman magia y creen que es obra de demonios. Nada es obra de los malos espíritus, éstos no existen. Cualquiera puede ejercer la magia si sabe pensar, esperar, ayunar. 

Nada tengo -repuso Siddharta-, si es lo que quieres decir. Desde luego que no. Sin embargo, eso ocurre porque así lo quiero; por lo tanto, no estoy en la miseria. 

Es muy útil, señor. Cuando una persona no tiene nada que comer, lo más inteligente será que ayune. Si, por ejemplo, Siddharta no hubiera aprendido a ayunar, hoy mismo tendría que aceptar cualquier empleo, sea en tu casa o en cualquier otro lugar, pues el hambre le obligaría. Sin embargo, Siddharta puede esperar tranquilamente, desconoce la impaciencia, la miseria; puede contener el asedio del hambre durante mucho tiempo y, además, puede echarse a reír. Para eso sirve el ayuno, señor. 

Kamaswami llevaba sus negocios con cuidado, y a menudo, incluso, con pasión; Siddharta, por el contrario, lo observaba todo como si se tratara de un juego cuyas reglas se esforzaba por aprender, pero sin que afectase a su corazón el contenido.

También le dijo que los amantes, después de celebrar el rito del amor, no pueden separarse sin que se admiren mutuamente, sin sentirse a la vez vencido y vencedor; de ese modo, ninguno de los dos notará saciedad, monotonía, ni tendrá la mala impresión de haber abusado o de haber padecido abuso. Pasaba Siddharta maravillosas horas con la bella mujer; se convirtió en su discípulo, su amante, su amigo.

Siempre parece que juega a los negocios; jamás se siente ligado o dominado por ellos; nunca teme al fracaso, ni le preocupa una pérdida.

A pesar de la facilidad que tenía para alternar con todos, para vivir y aprender de todos, Siddharta notaba que existía algo que le separaba de los otros: su ascetismo. Observaba que los humanos vivían de una manera infantil, casi animal, que él a la vez amaba y despreciaba. Los veía esforzarse, sufrir y encanecer por asuntos que no merecían ese precio: por dinero, pequeños placeres y discretos honores; contemplaba cómo se insultaban mutuamente, se quejaban de sus penas, de las que un samana se reía, y sufrían por algo que a un samana tiene sin cuidado.

A veces le llegaba del fondo de su pecho una débil voz, casi moribunda, que le avisaba y se lamentaba; pero era tan endeble que apenas se notaba. Cuando la oía, por una hora tenía conciencia de que llevaba una vida especial, de que hacía cosas que únicamente eran un juego; sí, se sentía sereno y aveces alegre, pero la verdadera vida pasaba de largo y no le tocaba. Como un jugador de pelota domina su arte, así también Siddharta jugaba con sus negocios, con las personas que había a su alrededor; los observaba, y ellos le alegraban. No obstante, su corazón, la fuente del ser, no participaba. La fuente corría por alguna parte, pero lejos de él, se deslizaba invisible, y ya no pertenecía en nada a su propia vida. Ante tales pensamientos alguna vez se asustó; entonces deseó participar también, en lo posible, en la actividad pueril del día, con ardor y con el corazón: quería vivir de verdad, obrar auténticamente, disfrutar realmente, vivir en vez de permanecer como espectador solitario.

Tú eres como yo, diferente de la mayoría de los seres humanos. Tú eres Kamala, nada más; y dentro de ti hay un sosiego y un refugio donde puedes retirarte en cualquier momento, como yo puedo hacerlo. Pocas personas lo tienen, y, sin embargo, lo podrían poseer todas.

La mayoría de los seres humanos, Kamala, son corno las hojas que caen de los árboles, que vuelan y revolotean por el aire, vacilan y por último se precipitan al suelo. Otros, por el contrario, casi son como estrellas: siguen un camino fijo, ningún viento les alcanza, pues llevan en su interior su ley y su meta.

Pero soy como tú: tampoco amas... ¿Cómo podrías ejercer el amor, como un arte? Las personas de nuestra naturaleza quizá no sepan amar. Los seres humanos que no pasan de la edad pueril sí que saben: ése es su secreto.

La vida de Siddharta seguía estando presidida por tres cosas: pensar, esperar y ayunar; todavía la gente del mundo, los seres humanos le eran extraños, igual que él lo era para los demás.

En el alma de Siddharta, la rueda del ascetismo, de la reflexión, había girado durante mucho tiempo; y ahora todavía daba vueltas, pero muy despacio, vacilando: se hallaba a punto de detenerse.

El cansancio escribía ya en el rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba consigo el principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no muy pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la muerte. 

Tristemente, Siddharta se marchó a un parque que le pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo un árbol; se hallaba sentado allí y sentía que en su interior habitaba la muerte, existía lo marchito, el fin. Paulatinamente concentró sus pensamientos; recorrió con su mente todo el camino de su vida, desde los primeros días que aún podía recordar. ¿Cuándo había disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría? Sí, varias veces. En sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos de su misma edad para recitar los versos sagrados; o en las discusiones con los sabios, o como ayudante en los sacrificios. Entonces oía decir a su corazón: «Hay un camino ante ti, y es tu vocación; los dioses te esperan.» Y también sintió ese gozo con más fuerza, cuando sus meditaciones, cada vez más elevadas, le habían destacado de la mayoría de los que como él buscaban la felicidad, cuando luchaba con ansia por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento se le despertaba una sed mayor en su interior. Entonces, en medio de aquella sed, en medio del dolor, había escuchado las mismas palabras: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Es tu vocación!»

Contento con los pequeños placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho tiempo sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos años el camino había sido monótono y llano, sin elevado objetivo, sin sed, sin elevación. Sin saberlo siquiera el propio Siddharta se había esforzado por parecer un ser humano como todos los que le rodeaban, como esos niños; pero la vida de ellos era mucho más mísera y pobre que la suya; sus fines no eran los de él, ni tampoco sus preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una comedia.

No hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín, cuando también abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella. Durante mucho tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía que había caído en manos de los bandoleros. Kamala no le buscó. Cuando supo que Siddharta había desaparecido, ni siquiera se sorprendió. ¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de un samana, de un hombre sin patria, de un peregrino?

 El ave de su corazón había dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja absorbe agua hasta empaparse. Siddharta estaba lleno de fastidio, de miseria y muerte; ya no existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o consolarle.

¿Era posible respirar y aspirar una y otra vez, sentir hambre, volver a comer, dormir, permanecer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya ese círculo para Siddharta?

Ese era su deseo: ¡La muerte, la destrucción de la forma odiada! ¡Que los peces devoren ese perro de Siddharta, ese demente, ese cuerpo desmantelado y podrido, esa alma decadente! ¡Que los cocodrilos se lo coman! ¡Que los demonios lo descuarticen!

 Siddharta se asustó profundamente, y pensó cómo había podido llegar a aquel punto; se encontraba perdido, confuso, abandonado de toda sabiduría. Había intentado buscar la muerte. Un deseo tan pueril había podido crecer en su interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida! Lo que no habían logrado en todo ese tiempo la tortura, el despecho y la desesperación, lo consiguió el Om al penetrar en su conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error.

Sólo sabía que la vida abandonada había sido una encarnación pasada, anterior a su actual yo; comprendía que había conseguido apartarse de su anterior existencia, y se hallaba tan lleno de asco y de miseria que hasta había pretendido quitarse la vida; allí, junto a un río, bajo un cocotero, volvió en sí. Se había quedado dormido con la palabra sagrada Om, en los labios, y ahora se despertaba y contemplaba el mundo como un ser nuevo.

También había envejecido Govinda, como él, pero su rostro aún mantenía los mismos rasgos, expresaba diligencia, lealtad, búsqueda y temor.

Pero pocos peregrinan con esas ropas, con esos zapatos, con esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en todos los años que camino. -Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos zapatos y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado bien. Lo llevo porque he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los libertinos, porque he sido también uno de ellos.

«Ahora que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de nada, de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de nuevo, como un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.»

«Realmente mi vida ha seguido un curso muy espécial, dando muchos rodeos. De chiquillo sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno atman. Ya de joven seguía los ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí circular en mi interior todo el sabor de la unidad del mundo, corno si se tratara de mi propia sangre. No obstante, tuve que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del amor con Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del pensar y la unidad.

He tenido que sufrir con desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la del suicidio, para poder recibir la gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y a despertarme mejor. Tuve que convertirme en un ignorante para poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para volver a resucitar.

Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más adelante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamas.

Hay pocas personas que sepan escuchar, y no encontré a nadie que lo hiciera como tú. También quiero aprender esto de ti.

Lo aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo aprendí del río, a ti también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede aprender de él. Mira, ya te has enterado por el agua de que es necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar la profundidad. El rico y distinguido Siddharta se convierte en remero; el sabio brahmán Siddharta se convierte en barquero; también eso te lo ha enseñado el río. Progresarás asimismo con el resto.

Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De él aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión.

Siddharta hablaba encantado: la inspiración le había producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo el sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y alejaba todo lo difícil y hostil en el mundo, si se superaba el tiempo, si se lo anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo.

No, el que realmente quiere encontrar, y por ello busca, no puede aceptar ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado, ya puede aceptar cualquier doctrina, cualquier camino u objetivo; a éste ya no le separa nada de los miles restantes que viven en lo eterno, que respiran lo divino.

Durante varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebelaba obstinadamente contra su destino.

Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al observar que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni respetar a los viejos, pero sí robar de los árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la pena y la preocupación. 

El agua quiere estar junto al agua, la juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo!

-Me lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más potente que la roca, que el amor es más vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te equivocas pensando que no le obligas ni castigas? ¿No te atas con tu amor? ¿ No le avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un plato de arroz es un bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo y quieto lleva otra marcha, que no es la suya. ¿No crees que ya ha sido bastante castigado con todo ello?

¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿ acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino.

Callaba y esperaba; diariamente empezaba la lucha silenciosa de la amabilidad, de la paciencia. También Vasudeva se callaba y esperaba, amable, sabio, indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia.

Se daba perfecta cuenta de que ese amor ciego hacia su hijo era una verdadera pasión; algo muy humano, un sansara, una fuente turbia, un agua oscura. A pesar de ello, a la vez sentía que le era valioso, necesario, como su propio ser. También se tenía que satisfacer aquel placer, también se tenían que probar esos dolores, también se debían cometer esas necedades.

Pero a él deberías dejarle correr, amigo. Ya no es un niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el camino de la ciudad, y tiene razón, no lo olvides. Hace lo que tú mismo has olvidado hacer. Se preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta, veo que sufres, pero son tormentos de los que uno puede reírse, y tú te burlarás de ellos muy pronto.

Dentro de su corazón sentía el profundo amor hacia el muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la vez, esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una brillante flor.

Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese en su corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se encontraba allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido del río: aguardar, tener paciencia, escuchar.

Ahora observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, mas carinoso, con más interés.

Ahora observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, mas carinoso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes, gentes infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se mostraba tan asombrado de esas personas como antes. Los comprendía y se interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios y conocimientos, sino únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que ellos.

No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo sólo les aventajaba en un detalle diminuto: la conciencia, la idea consciente de la unidad de toda la vida. Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba también de otra necedad de los humanos pensadores. En todo lo demás, los seres mundanos eran iguales a los sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales, al obrar con fortaleza y sin dejarse inmutar.

Poco a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de saber lo que realmente era sabiduría, la meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se trataba más que de una disposición de alma, de una capacidad, de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en cualquier momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.

Siddharta se detuvo, se inclinó hacia el agua para poderla escuchar mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le recordaba cosas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se parecía mucho a otro que él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía al de su padre, el brahmán. Y recordó que hacía mucho tiempo, de joven, había obligado a su padre a que le dejara marcharse con los ascetas; y luego fue su despedida, su marcha y su aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma pena que hoy sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía tiempo, solo, sin haber visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una farsa, de una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese recorrer el mismo círculo fatal?

Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la padecía.

El río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado por él, por los suyos, por todas las personas a las que jamás había visto. Todas las corrientes de agua se deslizaban con prisa, sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y llegaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro más; y el agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en lluvia, se precipitaba desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo fin.

En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó el sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce toda la perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad.

 Aunque soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de hacerlo: ése parece ser mi destino. Y creo que tú también has buscado.

Cuando alguien busca -continuó Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije en lo que busca; pero como no lo halla, tampoco deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente piensa en lo que busca, tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú, venerable, quizás eres realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas cosas que están a la vista.

He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre suena a simpleza.

El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.

Jamás un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo nirvana nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno, es una ilusión».

 «EI mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en el brahmán espera el ladrón»

«He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a gusto».

Esta piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito de las transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra es una piedra, también un animal, también un dios, también un buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente, esto que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra, justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie.

Govinda, puedo amar a una piedra, a un árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá sean tantas palabras. También redención y virtud, lo mismo que sansara y nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.

También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras. Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones, el gesto de su mano es más interesante que sus opiniones. No veo su grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia.

"Pero ya no me parecen tan distintos al majestuoso, las manos y los pies de Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su saludo, su manera de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda entrara en el nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo ante Gotama, y ahora ante Siddharta. Aunque su doctrina sea extraña y sus palabras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel, el cabello, todo él respira una pureza, una tranquilidad, una serenidad y clemencia y santidad que no he visto en ningún otro hombre, después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.»

Siddharta -empezó-, hemos llegado a ser hombres viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a encontrarnos. Veo, amigo, que has hallado la paz. Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime, venerable, una palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y comprender! Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es difícil y sombría, Siddharta.

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