Cuentos andinos completos- Enrique López Albújar
A mis hijos
“Preferí ser hombre a ser juez. Preferí desdoblarme para dejar a un lado al juez y hacer que el hombre con sólo un poco de humanismo salvara los fueros del ideal. Y aunque el sentido común —ese escudero importuno de los que llevamos un pedazo de Quijote en el alma— me declamó por varios días sobre los riesgos que iba a correr en la aventura judicial, opté por taparme los oídos y seguir los impulsos del corazón”.
“Verdad es que he puesto en él mucho de sombrío y de trágico, pero es que el medio en que todo aquello se mueve es así, hijos míos, y yo no he querido sólo inventar, sino volcar en sus páginas cierta faz de la vida de una raza, que si hoy parece ser nuestra vergüenza, ayer fue nuestra gloria y mañana tal vez sea nuestra salvación”.
La soberbia del piojo
“Yo prefiero un piojo a un perro, no sólo porque tiene dos patas más, sino porque no tiene las bajezas de este. El perro 20 se agacha, se humilla, implora cuando recibe un puntapié del amo, o cuando se ve con un palo encima. ¡Ya va a tolerar un piojo semejante tratamiento! El piojo es el más soberbio y estoico de los seres creados”.
“¡Bah! Para qué son tan bestias los indios. Si los indios se contaran, se organizaran y fueran más a la escuela y bebieran menos, cuántas cosas harían. Porque el indio no es idiota; es imbécil. Pero de la imbecilidad se puede salir; de la idiotez no. La imbecilidad, como usted sabe, se cura tonificando el alma, sembrando ideales en ella, despertándole ambiciones, haciéndole sentir la conciencia de la propia personalidad. Y el indio, aunque nuestros sociólogos criollos piensan lo contrario, no es persona: es una bolsa de apetitos”.
“Esto de perro ingrato es una metáfora que me dictó la solemnidad del momento, porque yo no sé que hayan perros ingratos. ¿Usted ha visto alguna vez un perro ingrato? La ingratitud, según los moralistas, la inventó el hombre”.
“Porque no hay ser que se parezca más al hombre que el piojo. Moralmente se entiende. Tiene toda la bellaquería, toda la astucia, todo el egoísmo, toda la soberbia del hombre. En lo único que se diferencian es en que el piojo no tiene nervios ni vicios. Un piojo es impasible. Y es una virtud en seis patas. Ante el peligro ni se conmueve, ni huye; se deja matar tranquilamente, desdeñosamente. Si los piojos se hicieran la guerra y tuvieran historiadores la fuente de la heroicidad quedaría agotada”.
El caso Julio Zimens
“Zimens, en medio de sus extravagancias, era un romántico, un bohemio, una inteligencia atiborrada de teorías nebulosas, de esteticismos abstrusos, de conceptos filosóficos atrevidos, todo lo cual formaba en torno suyo una valla insalvable para el alma inculta y primitiva de su mujer. Fue un matrimonio sin puntos de afinidad; ni siquiera un matrimonio de esos en que los esposos, cuando no coinciden en el sentimiento, coinciden en la opinión. La Pinquiray no tenía opinión ni nada y Zimens tenía opinión de todo. Lo que en éste suscitaba un reproche, una crispatura, una reprobación, un anatema, en aquella producía una sonrisa extraña, un silencio de esfinge, una serenidad de lago tranquilo. Y en el gusto y las costumbres el choque fue más franco todavía”.
“En Zimens había un virtuoso científico, ante el que todas las conveniencias desaparecían: era un admirador de la civilización incaica. A través de Prescott, Tschudi y demás historiadores de la conquista, había encontrado en el imperio de los incas los mismos principios de solidaridad política que en el poderoso imperio germano: el derecho de la fuerza, el derecho divino, la casta militar, el feudo, el despotismo paternal, la disciplina automatizadora, la absorción del individuo por el estado, el insaciable espíritu de conquista, el orgullo de una raza superior, llevado hasta la demencia…”
“Y algo más todavía, algo que Alemania no había alcanzado aún, a pensar de su desmedido servilismo militar y científico: el bienestar público como coronación del imperialismo incaico. Obra de pueblo superior, de raza fuerte, de gobernadores sabios. El Perú realizó entonces en Sudamérica, en gran parte, la obra que pretendía realizar Alemania en Europa, el dominio continental. Incaísmo y kaiserismo venían a ser para Zimens la misma cosa. Y, de similitud en similitud, el teutón llegó al apasionamiento por nuestro pasado precolombino. Fue esta pasión, este sueño de romántico enamorado de la fuerza, el que lo trajo hasta el corazón de estas tierras andinas, y, con él, el propósito de sentar en la experiencia propia la base de una teoría étnica, de saber qué resultados prácticos podría obtenerse del cruzamiento de dos razas viejas y superiores. ¿Por qué no fue al Cuzco? Por capricho tal vez”.
“Y vamos a los hijos. La unión no dejó de ser fecunda. ¡Pero qué hijos, señora mía, qué hijos! Un fiasco para el virtuosismo, una jugarreta a la teoría, un golpe al ideal. De los seis hijos que tuvo el matrimonio —cuatro varones y dos mujeres— ninguno respondió a las expectativas. Como las ranas, todos ellos, a poco de sentirse autónomos se arrojaron al charco de la vida montañesa, aquello fue una vergüenza y un tormento para Julio Zimens”.
“¿Sabe usted por qué? Porque hasta hoy he sido un cobarde. A unos les basta un segundo para tomar una resolución; a otros diez años, como a mí”.
La mula de «taita Ramun»
“Dar un pan, dar un plato de comida, dar una noche de posada, está bien; pero dinero... ¡dinero!... El dinero es una perdición. Con un sol puedes emborracharte, puedes despertar la codicia del vecino, puedes comprar un puñal y cometer un asesinato... No, hombre; te repito que yo no soy generoso con el dinero y que tus paisanos están en un error al suponerlo siquiera. Sobre todo, que el dinero en manos de gentes como vosotros es causa de perversión”.
Como habla la coca
“Me había dado a la coca. No sé si al peor o al mejor de los vicios. Ni sé tampoco si por atavismo o curiosidad, o por esa condición fatal de nuestra naturaleza de tener siempre algo de qué dolerse o avergonzarse. Y, mirándolo bien, un vicio, inútil para mí; vicio de idiota, de rumiante, en que la boca del chacchador acaba por semejarse a la espumosa y buzónica del sapo, y en que el hombre parece recobrar su ancestral parentesco con la bestia”.
“Vivía sumergido en un mar de considerandos legales; filtrando el espíritu de la ley en la retorta del pensamiento; dándole pellizcos, con escrupulosidad de asceta, a los resobados y elásticos artículos de los códigos, para tapar con ellos el hueco de una débil razón; acallando la voz de los hondos y humanos sentimientos; poniendo debajo de la letra inexorable de la ley todo el humano espíritu de justicia de que me sentía capaz, aunque temeroso del dogal disciplinario, y secando, por otra parte, la fuente de mis inspiraciones con la esponja de la rutina judicial”.
“La coca no es opio, no es tabaco, no es café, no es éter, no es morfina, no es hachisch, no es vino, no es licor… Y, sin embargo, es todo esto junto. Estimula, abstrae, alegra, entristece, embriaga, ilusiona, alucina, impasibiliza… Pero, sobre todos aquellos cortesanos del vicio, tiene la sinceridad de no disfrazarse, tiene la virtud de su fortaleza y la gloria de no ser vicio. ¿Qué sí lo es? Bueno, quiero que lo sea. Pero será, en todo caso, un vicio nacional, un vicio del que deberías enorgullecerte. ¿No eres peruano? Hay que ser patriota hasta en el vicio. No sólo las virtudes salvan a los pueblos sino también los vicios”.
“Según lo que se come y lo que se bebe es lo que se hace y se piensa. El pensamiento es hijo del estómago. Por eso nuestro indio es lento, impasible, impenetrable, triste, huraño, fatalista, desconfiado, sórdido, implacable, vengativo y cruel. ¿Cruel he dicho? Sí; cruel sobre todo. Y la crueldad es una fruición, una sed de goce, una reminiscencia trágica de la selva. Y muchas de esas cualidades se las debe a la coca. La coca es superior al trigo, a la cebada, a la papa, a la avena, a la uva, a la carne… Todas estas cosas, desde que el mundo existe, viven engañando el hambre del hombre. ¿Qué cosa es un pan, o un tasajo, o un bock de cerveza, o una copa de vino ante un hombre triste, ante una boca hambrienta? La bebida engendra tristezas pensativas de elefante o alegrías ruidosas de mono. Y el pan no es más que el símbolo de la esclavitud. Un puñado de coca es más que todo eso. Es la simplicidad del goce al alcance de la mano; una simplicidad sin manipulación, ni adulteraciones, ni fraudes. En la ciudad el vino deja de ser vino y el pan deja de ser pan. Y para que el pobre consiga comer realmente pan y beber realmente vino, es necesario que primero sacrifique en la capilla siniestra de la fábrica un poco de alegría, de inteligencia, de sudor, de músculo, de salud… La coca no exige estos sacrificios. La coca da y no quita”.
“Tú crees que la palabra es solamente un don del bípedo humano, o que sólo con sonidos articulados se habla. También hablan las cosas. Las piedras hablan. Las montañas hablan. Las plantas hablan. Y los vientos, y los ríos y las nubes… ¿Por qué la coca — esa hada bendita— no ha de hablar también?”
“¿No has visto al indio bajo las chozas, tras de las tapias, en los caminos, junto a los templos, dentro de las cárceles, sentado impasiblemente, con el huallqui sobre las piernas, en quietud de fakir, masticando y masticando horas enteras, mientras la vida gira y zumba en torno suyo, cual siniestro enjambre? ¿Qué crees tú que está haciendo entonces? Está orando, está haciendo su derroche de fe en el altar de su alma. Está haciendo de sacerdote y de creyente a la vez. Está confortando su cuerpo y elevando su alma bajo el imperio invencible del hábito. La coca viene a ser entonces como el rito de una religión, como la plegaria de un alma sencilla, que busca en la simplicidad de las cosas la necesidad de una satisfacción espiritual. Y así como el hombre civilizado tiende a la complicación, al refinamiento por medio de la ciencia, el indio tiende a la simplicidad, a la sencillez, por medio de la chaccha”.
“Una chaccha es un goce; una catipa, una oración. En la chaccha el indio es una bestia que rumia; en la catipa, un alma que cree. Prescinde tú de la chaccha, si quieres, pero catipa de cuando en cuando, y así serás hombre de fe. La fe es la sal de la vida. Por eso el indio cree y espera. Por eso el indio soporta todas las rudezas y amarguras de la labor montañesa, todos los rigores de las marchas accidentadas y zigzagueantes, bajo el peso del fardo abrumador, todas las exacciones que inventa contra él la rapacidad del blanco y del mestizo”.
“¿Has meditado alguna vez sobre la quietud bracmánica? Ser y no ser en un momento dado es su ideal: ser por la forma, no ser por la sensibilidad. Lo que, según la vieja sabiduría indostánica, es la perfección, el desprendimiento del karma, la liberación del ego. ¡La liberación! ¿Has oído! Y la coca es un inapreciable medio de abstracción, de liberación. Es lo que hace el indio: nirvanizarse cuatro o seis veces al día. Verdad es que en estas nirvanizaciones no entra para nada el propósito moral, ningún deseo de perfeccionamiento. Él sabe, por propia experiencia, que la vida es dolor, angustia, necesidad, esfuerzo, desgaste, y también deseos y apetitos; y como la satisfacción o neutralización de todo esto exige una serie de actos volitivos, más o menos penosos, una contribución intelectual, más o menos enérgica, un ensayo continuo de experiencias y rectificaciones, el indio, que ama el yugo de la rutina, que odia la esclavitud de la comodidad, prefiere, a todos los goces del mundo, esquivos, fugaces y traidores, la realidad de una chaccha humilde, pero al alcance de su mano”.
“El indio, sin saberlo, es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto de contacto: el pesimismo, con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es teoría y vanidad, y el pesimismo del indio, experiencia y desdén. Si para el uno la vida es un mal, para el otro no es mal ni bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es. ¿De dónde ha sacado esta filosofía el indio?..¿Pues de dónde había de sacarla sino del huallqui…? Del huallqui, arca sagrada de su felicidad. ¿Y hay nada más cómodo, más perfecto, que sentarse en cualquier parte, sacar a puñados la filosofía y luego, con simples movimientos de mandíbula, extraer de ella un poco de atarxia, de suprema quietud? ¡Ah!, si Schopenhauer hubiera conocido la coca habría dicho cosas más ciertas sobre la voluntad del mundo. Y si Hindenburg hubiera catipado después del triunfo de los Lagos Manzurianos, la coca le habría dicho que detrás de las estepas de la Rusia estaba la inexpugnable Verdún y la insalvable barrera del Marne”.
El brindis de los «yayas»
“Los días 30 y 31 de diciembre todos se habían sometido al precepto del ayuno, pero no a ese ayuno quieto, reconcentrado, claustral del misti. Esas horas de hambre voluntaria, de paro estomacal, habían sido empleadas en asear e higienizar al pueblo, hasta dejarlo limpio y resplandeciente como un relicario, y en los preparativos de la celebración del primer día del año”.
“¿Pero tú crees, Huaylas, que deshaciéndose de Culqui se acabaría todo? ¿No saldría de su bando otro Culqui? ¿No crees tú que el viento que nos ha traído se le ha entrado a toda la gente moza en el corazón y que ni el rifle, ni el puñal, ni el palo se lo sacaran de allí?”
“En vano un psicólogo habría pretendido leer en el rostro de esos hombres, acostumbrados a impasibilizarse, no solo por temperamento sino por hábito. Sobre todo, en los momentos solemnes. Ante el dolor, ante la amenaza, ante el peligro, ante la muerte el rostro debe permanecer velado de mutismo e impasibilidad, sin soltar lo que la boca pugna por decir ni descubrir el pensamiento. Pero un indigenista habría sonreído ante esa actitud, porque a través de ella habría visto que los ojos de esos hombres dialogaban”.
Huayna-pishtanag
“La franqueza y sencillez del mayordomo aplacó un tanto la cólera de don Miguel y una ráfaga de serenidad le oreó la frente, desarrugándosela. De buena gana habría limitado su interrogatorio a lo preguntado, porque, en realidad, lo que le había enardecido hasta ponerle fuera de sí y hacerle entrar al patio de la hacienda de modo tan atropellado y alarmante, no valía la pena de que un hombre como él, amo y señor de todo lo que vivía y se agitaba dentro de su fundo, descendiera hasta olvidarse de los respetos que a sí mismo se debía y cayera en la vulgaridad de un arrebato”.
“Aparte de que el indio vive y medra con poco, cada hijo representa para él la posibilidad de un nuevo poder adquisitivo, de una fuerza más para la labranza de la tierra, que es la gran madre del indio”.
“Aureliano no era de esos indios medrosos y que miraban de soslayo ante las amenazas del patrón. No, Aureliano era de los que miraban de frente a los mistis”.
El blanco
“Durante cuatro años mi plancha de abogado había tenido que soportar el agravio de las miradas indiferentes de los transeúntes y las oxidaciones de la intemperie sobre los barrotes de una ventana de reja, en la calle de Ayacucho, a media cuadra del Palacio de Justicia. Ni siquiera esta aproximación me había favorecido. Se diría que la gente del papel sellado no quería tomarme en serio, que de mi estudio fluía algo que la apartaba y que le decía del riesgo que podían correr confiándome su pleito. Esta indiferencia me había hecho meditar mucho sobre mi propia capacidad. ¿Por qué otros colegas míos, tan jóvenes y tan “aplazados” como yo durante la persecución del título, resultaban de la noche a la mañana metiendo estrépito en los estrados judiciales, ganándose cada día un litigante y cobrando insolentes honorarios, si profesionalmente e intelectualmente el mercurio de su capacidad jurídica seguía marcando, según opinión de los del gremio, la misma línea que en la época estudiantil? ¿Farsa, posse, audacia, diligencia, puntualidad, mundología...? ¡Vaya usted a saberlo!”
“Los serranos, según había oído yo decir, son taimados, quisquillosos, recelosos, tornadizos. Tan pronto se les ve resplandecientes de alegría como nublados de tristeza. Pasan de la cólera a la cordialidad con una rapidez nubarrónica, ni más ni menos que el celaje de sus cielos. Parece que cada uno de estos hombres lleva en el alma una garra, que, aun en la caricia, tan pronto se contrae como se extiende, rasgando lo que toca”.
“Me propuse entonces hablar poco, lo preciso, midiendo la pronunciación, recargando todo lo posible mi acento capitalino. Evité mezclarme en las charlas de mis compañeros de viaje, la mayor parte de ellos “made in sierra”, de contener ese inconsciente espíritu de imitación que hay en todo hombre, por culto que sea, cuando se halla en un medio enteramente distinto del suyo”.
“El puente de Izcuchaca, tan famoso en nuestra historia militar, me alivió un poco de la pesadilla de los desfiladeros. Un puente, por lo mismo que es un desprecio al obstáculo, una burla del hombre a la naturaleza, después de pasado, despierta siempre sensaciones de curiosidad, de alegría, de triunfo. Y también la de aproximación a algo que esperamos ver, de lugares habitados por seres como nosotros y en donde tal vez nos está aguardando un poco de dicha escondida desde hace siglos”.
“Un destierro como éste bien valía los 270 soles que iba a ganar desde el siguiente día. Doscientos setenta soles... Mensualidad que jamás pude ganar durante los cuatro años que permaneciera mi estudio de abogado abierto, y que hoy para verla toda junta y por obra de mi propia actividad, me había sido preciso vender un poco de mi independencia”.
“Dos meses habían transcurrido desde el día que “juré el cargo”. Dos meses que significaban en mi vida espiritual: monotonía, aburrimiento, nostalgia, disconformidad, inadaptación; y en la oficinesca: quejas, denuncios, comparendos, lágrimas, detenciones y órdenes judiciales y prefecturales. Oficios con las frases consabidas de “Sírvase usted”... “Haga usted”..., desfile de gentes humildes, analfabetas, cerriles, mugrientas y piojosas, a muchas de las cuales, por no hablar sino el quechua, tenía que ha-cenas interrogar por el amanuense, un serrano socarrón, saturado de la atmósfera viciada del cargo, envejecido milagrosamente en él y cuya manera de comportarse me iba descubriendo que por sus manos habían pasado muchas cosas y que sus ojos veían más allá de esas manos”.
“El cholo serrano es más duro de pelar que el cholo costeño y hasta tiene al frío en su favor. Mientras que un cholo de aquí —me refiero a los buenos— puede pasarse veinte malas noches en claro, entre 152 botellas y mujeres y tornar a la vida sería como nuevito, ustedes, los costeños, con unita no más están al día siguiente queriendo comerse el sol de cada bostezo y más desencajados que un Cristo…”
Como se hizo «pishtaco» Calixto
“Aquel mozo no era indio puro ni por el color ni por la sangre. Tenía un cuarto de misti, que arrancaba de varias generaciones atrás, de la línea paterna, en la cual persistía un residuo que hacía estallar de tarde en tarde el corazón en llamaradas de altivez y protesta”.
“No te fíes nunca del indio que se cae cuando dispares; asegúralo con otro tiro y si se queda quieto, acércate cautelosamente y con el rifle siempre listo”.
“Cuando entres en pelea y el rifle se te atore, ríete y escapa corriendo como el zorro, si puedes.” }
Juan Rabines no perdona
“El trabajo era un dulce sedativo del pesar y el mejor refrenador de la impaciencia. Trabajando se pasaban raudos los días. Se veía 200 amanecer el sol por un lado y cuando menos se pensaba ya estaba en el opuesto, pálido, agonizante, como esos buenos camaradas que vio caer en torno suyo en los combates”.
“Tolerantes, pacientes, rutineras, mecánicas; incapaces de reaccionar ante los despotismos maritales, sumisas a los golpes, semejantes en sus protestas a las llamas, que se echan cuando se les recarga el paso y sólo se levantan cuando las aligeran de él. La suya no; ésta se atrevía a mirar de frente a Rabines cuando se extralimitaba en su conducta hogareña o intentaba volver a su vida licenciosa”.
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