La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana- Steven Pinker
Durante siglos, las principales teorías sobre la naturaleza humana han surgido de la religión. La tradición judeocristiana, por ejemplo, ofrece explicaciones de las materias que hoy estudian la biología y la psicología. Los seres humanos están hechos a imagen de Dios y no guardan relación con los animales. Las mujeres proceden de los hombres y están destinadas a ser gobernadas por ellos. La mente es una sustancia inmaterial: cuenta con unos poderes que no se basan puramente en la estructura física, y puede seguir existiendo cuando el cuerpo muere. La mente está formada por varios componentes, incluidos un sentido moral, una capacidad para amar, una habilidad para razonar que reconoce si un acto se ajusta a los ideales de la bondad y una facultad de decisión que determina cómo comportarse. La facultad de decisión no está sometida a las leyes de causa y efecto, pero tiene una tendencia innata a escoger el pecado. Nuestras facultades cognitivas y perceptivas funcionan con precisión porque Dios implantó en ellas unos ideales que se corresponden con la realidad, y porque él coordina su funcionamiento con el mundo exterior. La salud mental está en reconocer los fines de Dios, en optar por el bien y arrepentirse de los pecados, y en amar a Dios y, por él, al prójimo.
La Tabla Rasa ha servido de sagrada escritura para creencias políticas y éticas. Según tal doctrina, cualquier diferencia que se observe entre las razas, los grupos étnicos, los sexos y los individuos procede no de una diferente constitución innata, sino de unas experiencias distintas. Cambiemos las experiencias -con una reforma del ejercicio de la paternidad, la educación, los medios de comunicación y las recompensas sociales- y cambiaremos a la persona. La mediocridad, la pobreza y la conducta antisocial se pueden mejorar, y no hacerlo es una falta de responsabilidad. Y toda discriminación que se base en unos supuestos rasgos innatos de uno de los sexos o de un grupo étnico es sencillamente irracional.
La suposición más humanitaria era que todos los seres humanos tenían un idéntico potencial para prosperar si se les daban la educación y las oportunidades correctas. Muchos científicos sociales consideraban que su trabajo consistía en reforzar tal supuesto.
La racionalidad puede surgir de un proceso físico mecánico. Si una secuencia de transformaciones de la información almacenada en un pedazo de materia (como el tejido cerebral o el silicio) refleja una secuencia de deducciones que obedecen a las leyes de la lógica, de la probabilidad o de la causa y el efecto del mundo, generarán predicciones correctas sobre el mundo. Y hacer predicciones correctas en busca de un objetivo es una definición bastante buena de «inteligencia».
La mente es modular, con muchas partes que cooperan para generar un pensamiento hilvanado o una acción organizada. Posee unos sistemas diferenciados de procesado de información para filtrar las distracciones, aprender las habilidades. controlar el cuerpo, recordar los hechos, manejar información de forma temporal, y almacenar y ejecutar reglas.
Los seres humanos se comportan flexiblemente porque están programados: sus mentes están equipadas con el software combinatorio que puede generar un conjunto ilimitado de pensamientos y de conductas.
Las personas formadas saben, evidentemente, que la percepción, la cognición, el lenguaje y la emoción tienen sus raíces en el cerebro. Pero no deja de ser tentador imaginar éste tal como se representaba en las antiguas ilustraciones educativas, como un panel de control con indicadores y palancas manejadas por un usuario: el yo, el alma, el espíritu, la persona. Pero la neurociencia cognitiva está demostrando que también el yo es sólo una red de sistemas cerebrales.
Un estudio del cerebro de Albert Einstein reveló que tenía unos lóbulos parietales inferiores grandes y de una forma poco habitual, unos lóbulos que participan en el razonamiento espacial y en las intuiciones sobre los números. Es probable que los varones homosexuales tengan más pequeño el tercer núcleo intersticial del hipotálamo anterior, un núcleo del que se sabe que desempeña un papel en las diferencias entre los dos sexos. Y los asesinos convictos y otras personas violentas y antisociales suelen tener una corteza prefrontal más pequeña y menos activa, la parte del cerebro que rige la toma de decisiones e inhibe los impulsos. Es casi seguro que estas características del cerebro no las esculpe la información que llega de los sentidos, lo cual implica que las diferencias en la inteligencia, el genio científico, la orientación sexual y la violencia impulsiva no son enteramente aprendidas.
Unas pequeñas diferencias en los genes pueden conducir a grandes diferencias en la conducta. Pueden afectar al tamaño y la forma de las diferentes partes del cerebro, a sus conexiones, y a la nanotecnología que libera, une y recicla las hormonas y los neurotransmisores.
Los genes no sólo nos empujan hacia situaciones excepcionales del funcionamiento mental, sino que nos sitúan dentro de la variedad normal, y son la causa de gran parte de la diversidad de capacidad y temperamento que observamos en las personas que nos rodean.
La mayoría de los rasgos psicológicos son producto de muchos genes con efectos pequeños que se modulan por la presencia de otros genes, y no el producto de un único gen con un gran efecto que se ponga de manifiesto en cualquier circunstancia.
Las personas a veces temen que, si los genes afectan de algún modo a la mente, deben determinarla en todos sus detalles. Es un error, por dos razones. La primera es que la mayoría de los efectos de los genes son probabilísticos. La segunda razón de que los genes no lo son todo es que sus efectos pueden variar en función del medio.
Muchos de los rasgos en los que influyen los genes distan mucho de ser nobles. Los psicólogos han descubierto que nuestras personalidades difieren en cinco sentidos principales: somos, en distintos grados, introvertidos o extravertidos, neuróticos o estables, indiferentes o abiertos a la experiencia, simpáticos u hostiles, y concienzudos o irreflexivos.
No sólo los temperamentos desagradables son en parte hereditarios, sino también la propia conducta con sus consecuencias reales. Estudio tras otro se ha demostrado que la disposición a cometer actos antisociales, incluidos el mentir, robar, iniciar peleas y destruir la propiedad, es en parte hereditaria (aunque, como ocurre con todos los rasgos hereditarios, se ejerce más en unos entornos que en otros).
La mayoría de los psicópatas muestran signos de maldad desde la infancia. Acosan y molestan a los niños más pequeños, torturan a los animales, mienten habitualmente y son incapaces de empatizar o de sentir remordimientos, muchas veces a pesar de una situación familiar normal y de los mejores esfuerzos de sus angustiados padres. La mayor parte de los especialistas en psicología piensan que la causa está en una predisposición genética, aunque en algunos casos puede proceder de alguna temprana lesión cerebral.
La selección natural es el proceso moralmente indiferente en el que los reproductores más eficaces superan a las alternativas y llegan a prevalecer en una población. Una adaptación es cualquier cosa que aportan los genes que les ayude a cumplir esta obsesión metafórica, satisfaga o no las aspiraciones humanas.
Los sistemas heredados para aprender, pensar y sentir tienen un diseño que, en términos medios, condujo a una mejor supervivencia y reproducción en el medio en que evolucionaron nuestros ancestros.
Existen buenas razones evolutivas para que los miembros de una especie inteligente intenten vivir en paz. Muchas simulaciones por ordenador y muchos modelos matemáticos han demostrado que la cooperación es rentable desde el punto de vista evolutivo, siempre y cuando los cooperantes dispongan de unos cerebros con la combinación correcta de facultades cognitivas y emocionales. De modo que, si el conflicto es un universal humano, también lo es la resolución de conflictos. Todos los pueblos, junto a los móviles repugnantes y salvajes, muestran toda una serie de otros móviles más amables y agradables: un sentido de la ética, la justicia y la comunidad, una capacidad para prever las consecuencias de una determinada actuación y un amor por los hijos, los cónyuges y los amigos.
El amor, la voluntad y la conciencia también son funciones «biológicas», es decir, adaptaciones evolutivas implementadas en el circuito del cerebro.
La cultura descansa en una circuitería neuronal que realiza la proeza que llamamos «aprender». Esos circuitos no hacen de nosotros unos imitadores indiscriminados, sino que tenemos que trabajar con una sorprendente sutileza para hacer posible la transmisión de la cultura. Por esta razón, centrarse en las facultades innatas de la mente no es una alternativa a centrarse en el aprendizaje, la cultura y la socialización, sino más bien un intento de explicar cómo funcionan.
El autismo es una situación neurológica innata con profundas raíces genéticas. Junto con los robots y los chimpancés, las personas autistas nos recuerdan que el aprendizaje cultural es posible sólo porque las personas neurológicamente normales poseen un equipamiento innato para realizarlo.
Un lenguaje externo es una abstracción que reúne los lenguajes internos de cientos de millones de personas que viven en diferentes lugares y momentos. No podría existir sin los lenguajes internos de las mentes de los seres humanos reales que conversan entre sí, pero tampoco se puede reducir a lo que cualquiera de ellos sabe.
Nuestra comprensión de la vida sólo se ha enriquecido por el descubrimiento de que la carne viva se compone de un mecanismo molecular y no de un protoplasma tembloroso, o que las aves se elevan porque aprovechan los principios de la física y no porque los desafíen. Del mismo modo, la comprensión de nosotros mismos y de nuestras culturas sólo se puede enriquecer con el descubrimiento de que nuestra mente se compone de unos intrincados circuitos neuronales para pensar, sentir y aprender, y no de unas tablas rasas, unas gotas amorfas o unos fantasmas inescrutables.
Un solo gen no se corresponde con un único componente, de modo que un organismo con 20.000 genes tenga 20.000 componentes. Dependiendo de cómo interactúen los genes, el proceso de ensamblaje puede ser mucho más intrincado para un organismo que para otro con el mismo número de genes. En un organismo simple, muchos genes sencillamente construyen una proteína y la echan en el guiso. En un organismo complejo, un gen puede activar a un segundo, el cual acelera la actividad de un tercero (pero sólo en el caso de que un cuarto esté activo), que luego desactiva al gen original (pero sólo si un quinto está inactivo), y así sucesivamente.
La complejidad de un organismo no sólo depende del número de genes, sino de la complejidad del diagrama de celdas y flechas que representa cómo incide cada gen en la actividad de otros genes.
El tamaño, la ubicación y el contenido del ADN no codificador pueden producir unos efectos decisivos en la forma en que se activan los genes próximos para fabricar proteínas. La información de los miles de millones de bases de las regiones no codificadoras del genoma forma parte de la especificidad de un ser humano, más allá de la información contenida en los 34.000 genes.
A diferencia del ordenador, que se monta en una fábrica y se pone en marcha por primera vez cuando ya está terminado, el cerebro está activo mientras se va montando, y es posible que esa actividad tome parte en el proceso de montaje.
Estas empresas se aprovechan de que la gente cree en un fantasma en la máquina y da por supuesto que cualquier forma de aprendizaje que afecte al cerebro (en oposición, supuestamente, al tipo de aprendizaje que no afecta al cerebro) es auténtico, profundo o poderoso en un grado inimaginable. Pero esto es un error. Todo aprendizaje afecta al cerebro.
Una segunda interpretación errónea de la plasticidad neuronal se puede encontrar en la creencia de que no existe nada en la mente que no estuviera antes en los sentidos.
El carácter y la personalidad de alguien se manifiestan muy pronto y permanecen casi constantes a lo largo de toda su vida. Y tanto la personalidad como la inteligencia demuestran poca o ninguna influencia del entorno familiar particular del niño dentro de su cultura: niños educados en una misma familia se parecen sobre todo por los genes que comparten.
«[Los genes] nos controlan, el cuerpo y la mente» Es algo que suena determinista. Pero lo que Dawkins escribió fue: «[Los genes] nos crearon, el cuerpo y la mente», que es distinto.
Los autonombrados «defensores» que condicionan la supervivencia de los pueblos nativos a la doctrina del Buen Salvaje se meten peligrosamente en lo que no les corresponde.
Sólo un pensamiento tan de blanco o negro podía llevar a las personas a convertir la idea de que algunos aspectos de la conducta son innatos en la idea de que todos los aspectos de la conducta son innatos, o convertir la propuesta de que los rasgos genéticos influyen en los asuntos humanos en la idea de que determinan los asuntos humanos.
¿Es que todos los líos de los que hablábamos en el capítulo anterior no son más que otro ejemplo de personas que se ofenden ante ideas sobre la conducta que les resultan incómodas? ¿O, como he insinuado, forman parte de una corriente intelectual sistemática: el intento de salvaguardar la Tabla Rasa, ¿el Buen Salvaje y el Fantasma en la Máquina como fuente de significado y moral?
El propio Marx tenía una visión mucho más sutil que la mayoría de sus contemporáneos sobre las diferencias entre la historia humana y la natural. Entendía que la evolución de la conciencia, y el consiguiente desarrollo de la organización social y económica, introducían unos elementos de diferencia y de volición que normalmente denominamos «libre albedrío».
La democracia constitucional se basa en una teoría negativa de la naturaleza humana, según la cual «nosotros» somos eternamente vulnerables a la arrogancia y la corrupción. Los frenos y los equilibrios de las instituciones democráticas se diseñaron expresamente para paralizar las ambiciones a menudo peligrosas de unos seres humanos imperfectos.
Parecería que los neurocientíficos son una amenaza para todas estas creencias, pues sostienen que el yo o el alma son inherentes a la actividad neuronal que se desarrolla gradualmente en el cerebro del embrión, que se puede ver en los cerebros de los animales, y que se puede descomponer con la edad y la enfermedad.
La teoría específica de la «complejidad irreductible» de la bioquímica está por demostrar o simplemente es falsa. Toma cualquier fenómeno cuya historia evolutiva no se haya averiguado aún y, por defecto, la apunta al diseño. En lo que al creador inteligente se refiere, Behe de repente echa por la borda todos los escrúpulos científicos y no pregunta de dónde vino éste ni cómo funciona. E ignora las pruebas abrumadoras de que el proceso de la evolución, lejos de ser inteligente y teleológico, es derrochador y cruel.
La cuestión no es si cada vez se va a explicar mejor la naturaleza humana con las ciencias de la mente, el cerebro, los genes y la evolución, sino qué vamos a hacer con estos conocimientos. ¿Cuáles son de hecho las implicaciones para nuestra idea de igualdad, progreso, responsabilidad y el valor de la persona?
La Tabla Rasa es la Gran Cadena del Ser actual: una doctrina que se acepta ampliamente como justificación racional del sentido y la moral, y a la que asedian las ciencias del momento. Como en el siglo posterior a Galileo, nuestra sensibilidad moral se ajustará a los hechos biológicos, no sólo porque los hechos son hechos, sino porque las credenciales morales de la Tabla Rasa son igualmente espurias.
En resumidas cuentas, la preocupación por la naturaleza humana se puede reducir a cuatro temores:
• Si las personas son diferentes de forma innata, se justificarían la opresión y la discriminación.
• Si las personas son inmorales de forma innata, serían vanas las esperanzas de mejorar la condición humana.
• Si las personas son producto de la biología, el libre albedrío sería un mito y ya no se podría responsabilizar a las personas de sus actos.
• Si las personas son producto de la biología, la vida ya no tendría un sentido y un propósito superiores.
El problema es el razonamiento según el cual, si resulta que las personas sí son diferentes, entonces serían aceptables en última instancia la discriminación, la opresión o el genocidio.
El nivel de variación genética que se encuentra entre los seres humanos es lo que un biólogo esperaría encontrar en una especie que tuviera un reducido número de miembros. La razón es que nuestros ancestros pasaron por un cuello de botella de población hace relativamente poco dentro de nuestra historia evolutiva (menos de cien mil años) y se redujeron a un pequeño número de individuos, con el correspondiente diminuto nivel de variación genética. La especie sobrevivió y se recuperó, y luego experimentó una explosión demográfica, después de la invención de la agricultura, hace unos diez mil años. Esa explosión generó muchas copias de los genes que estaban esparcidos cuando éramos muy pocos; no ha habido mucho tiempo para acumular muchas nuevas versiones de los genes.
Las diferencias entre las razas y los grupos étnicos son menores que las que hay entre los individuos, no son inexistentes (como vemos en su capacidad para originar diferencias físicas y diferente vulnerabilidad a enfermedades genéticas.
Los seres humanos, que han evolucionado recientemente a partir de una única población fundadora, están todos relacionados, pero los europeos, que durante milenios se han reproducido con otros europeos, están más estrechamente relacionados en general con otros europeos que con africanos o asiáticos, y al revés.
En teoría, algunos de los genes variables podrían afectar a la personalidad o a la inteligencia (pero cualquier diferencia de este tipo, en el mejor de los casos, tendría una aplicación media, con un gran solapamiento entre los miembros del grupo). Esto no significa que se espere que existan tales diferencias genéticas ni que tengamos pruebas de ellas; sólo que son biológicamente posibles.
En una sociedad no racista, la categoría de la raza no tiene importancia alguna. El coeficiente intelectual medio de los individuos de un determinado origen racial es irrelevante para la situación de un individuo particular, que es lo que es.
Me sorprende, por cierto, que a tantos comentaristas les preocupe que el coeficiente intelectual pueda ser hereditario, tal vez en gran medida. ¿También habría que preocuparse si se descubriera que la altura relativa, las dotes musicales o la condición física para correr las cien yardas están parcialmente determinadas genéticamente?
La mejor cura para la discriminación, pues, es una comprobación más precisa y exhaustiva de las capacidades mentales, porque ello proporcionaría tanta información predictiva sobre un individuo que nadie se sentiría tentado a tener en cuenta la raza o el género.
Aplicamos un estereotipo de especie, según el cual los chimpancés no pueden aprovechar la educación humana, imaginando que las probabilidades de encontrar una excepción no superan los costes de examinar hasta el último de esos animales.
Existen hoy pruebas abundantes de que la inteligencia es una propiedad estable del individuo, que se puede vincular a características del cerebro (incluidos el tamaño general, la cantidad de materia gris de los lóbulos frontales, la velocidad de la conducción neuronal y el metabolismo de la glucosa cerebral), que es en parte hereditaria entre los individuos, y que predice algunas de las variaciones en los resultados que uno obtenga en la vida, como los ingresos o el estatus social.
La probabilidad de que las diferencias innatas sean uno de los elementos que contribuyen al estatus social no significa que sea el único elemento. Entre los otros están la simple suerte, la riqueza heredada, los prejuicios de raza y de clase, la desigualdad de oportunidades (por ejemplo, en la educación y en las relaciones) y el capital cultural: las costumbres y los valores que favorecen el éxito económico.
Confusión entre el éxito social de las personas -su riqueza, poder y estatus- con su éxito evolutivo, el número de sus descendientes viables.
El trato desigual en nombre de la igualdad puede adoptar muchas formas: el agrupamiento por edad y no por capacidad en las escuelas, los cupos y las preferencias que favorecen a determinadas razas o regiones.
Si la inteligencia y el carácter de las personas difieren genéticamente, ¿se podría hacer que las personas fueran más inteligentes y mejores? Es posible, aunque las complejidades de la genética y el desarrollo lo harían mucho más difícil.
La reproducción selectiva es sencilla para los genes con efectos aditivos, es decir, genes que tienen el mismo efecto con independencia de los otros genes del genoma.
Se puedan o no se puedan reproducir determinados rasgos, ¿debemos hacerlo? Se necesitaría un gobierno con la suficiente inteligencia para saber que rasgos seleccionar, lo suficientemente entendido para saber cómo llevar a cabo la reproducción y lo suficientemente entrometido para fomentar o reprimir las decisiones más privadas de las personas.
Una idea no es falsa ni perversa porque los nazis hicieran de ella un mal uso. En efecto, si censuráramos las ideas de las que los nazis abusaron, tendríamos que abandonar no sólo la aplicación de la evolución y la genética a la conducta humana. Tendríamos que censurar el estudio de la evolución y la genética, y punto. Y tendríamos que suprimir muchas otras ideas que Hitler tergiversó para encajarlas en los cimientos del nazismo.
El romanticismo, el ecologismo y el amor a la naturaleza: los nazis desarrollaron una veta romántica de la cultura alemana, según la cual el Volk era un pueblo de destino con un vínculo místico con la naturaleza y la tierra. Los judíos y otras minorías, por el contrario, arraigaron en las ciudades degeneradas.
La creencia religiosa: a Hitler le desagradaba el cristianismo, pero no era ateo, y le envalentonaba la convicción de que estaba llevando a cabo un plan ordenado por la divinidad.
El peligro de que podamos distorsionar nuestra propia ciencia como reacción a las distorsiones de los nazis no es hipotético. Robert Proctor, historiador de la ciencia, ha demostrado que los responsables de la salud pública estadounidenses eran reacios a reconocer que fumar causa el cáncer porque fueron los nazis los primeros en establecer esta relación.
El terror que despierta una naturaleza humana permanentemente perversa adquiere dos formas. Una es un miedo práctico: el miedo a que la reforma social sea una pérdida de tiempo, ya que la naturaleza humana es inmutable. El otro es una inquietud más profunda, que tiene su origen en la creencia romántica en que lo natural es bueno. Según esta idea, si los científicos indican que ser adúltero, violento, etnocéntrico y egoísta es «natural» -forma parte de la naturaleza humana-, afirman implícitamente que esos rasgos son buenos, no sólo inevitables.
El miedo a la imperfectibilidad y la consiguiente defensa de la Tabla Rasa tienen su origen en dos falacias. La falacia naturalista es la creencia en que todo lo que ocurre en la naturaleza es bueno.
Quizá la biología habría podido madurar más deprisa en una cultura que no estuviera dominada por la teología judeocristiana y la tradición romántica.
En cuanto reconocemos que no hay nada moralmente encomiable en los productos de la evolución, podemos describir honradamente la psicología humana, sin el temor de que identificar un rasgo «natural» equivalga a aprobarlo.
Hay una diferencia entre el amor instintivo que los padres prodigan automáticamente a sus propios hijos y la amabilidad y la generosidad deliberadas que los padres sensatos extienden a sus hijastros.
Agentes independientes repetidamente ponen su destino en manos de un sistema mayor, no porque posean una inclinación cívica inherente, sino porque se benefician de la división del trabajo y desarrollan formas de sofocar los conflictos entre los agentes que forman el sistema.
Son la Tabla Rasa y el Fantasma en la Máquina quienes hacen creer a las personas que los impulsos son «biológicos», pero que el pensamiento y la toma de decisiones son algo distinto.
Las sociedades humanas, como los seres vivos, se han ido haciendo más complicadas y cooperativas con el tiempo. La razón está, una vez más, en que los agentes actúan mejor cuando se asocian y se especializan en la lucha por alcanzar los intereses que comparten, siempre y cuando resuelvan los problemas que suponen el intercambio de información y el castigo de los tramposos.
El hecho es que tanto la depredación como la muerte por inanición son perspectivas dolorosas para el ciervo, y que la suerte del león no es más envidiable. Quizá la biología habría podido madurar más deprisa en una cultura que no estuviera dominada por la teología judeocristiana y la tradición romántica.
Sin embargo, si la mente es un sistema con muchas partes, entonces el deseo innato no es más que un componente entre otros. Algunas facultades nos pueden dotar de la gula, la lascivia o la maldad, pero otras nos pueden dotar de la simpatía, la previsión, el respeto por nosotros mismos, un deseo por merecer el respeto de los demás y una capacidad para aprender de nuestras propias experiencias y de las de nuestros vecinos. Son circuitos físicos que residen en la corteza prefrontal y otras partes del cerebro, no poderes ocultos de algún poltergeist, y tienen una base genética y una historia evolutiva, en no menor grado que los impulsos primarios.
Son la Tabla Rasa y el Fantasma en la Máquina quienes hacen creer a las personas que los impulsos son «biológicos», pero que el pensamiento y la toma de decisiones son algo distinto.
La convivencia pacífica no tiene por qué proceder de la represión de los deseos egoístas de las personas. Puede proceder del hecho de enfrentar algunos deseos -el deseo de seguridad, los beneficios de la colaboración, la capacidad de formular y reconocer códigos de conducta universales- al deseo del beneficio inmediato. Estas son sólo algunas de las formas en que el progreso moral y social puede avanzar, no a pesar de una naturaleza humana fija, sino gracias a ella.
Cuando una acción se atribuye al cerebro, a los genes o a la historia evolutiva, parece que el individuo deja ya de ser el responsable. La biología se convierte en la coartada perfecta, el auto de excarcelación, el informe exculpatorio definitivo del médico. Como hemos visto, tal acusación ha sido planteada por la derecha religiosa y cultural, que aspira a preservar el alma, y por la izquierda académica, decidida a preservar un «nosotros» que pueda construir nuestro propio futuro, aunque no en circunstancias que nosotros elijamos.
Los biólogos evolutivos insisten en que no somos fundamentalmente distintos de los animales, y los genetistas moleculares y los neurocientíficos afirman que no somos fundamentalmente distintos de la materia inanimada.
Explicar una conducta no significa exonerar al que la adopta. A menos que se piense que los actos corrientes los decide un fantasma en la máquina, todos los actos son producto de los sistemas cognitivo y emocional del cerebro. Los actos delictivos son relativamente raros -si todo el mundo que estuviera en la piel del acusado actuara como él lo hizo, la ley que infringió se revocaría- de modo que los actos abyectos a menudo serán producto de un sistema cerebral que en cierto modo se diferencia de la norma, y la conducta se puede construir como «un producto de una enfermedad o un defecto mentales».
Tampoco digo que la disuasión sea la única forma de estimular la virtud, sólo que deberíamos considerarla el ingrediente activo que hace que merezca la pena mantener la responsabilidad.
Las causas de inmensas desgracias como la enfermedad de Alzheimer, la depresión profunda y la esquizofrenia no se mitigarán tratando el pensamiento y la emoción como manifestaciones de un alma inmaterial, sino tratándolos como manifestaciones de la psicología y la genética.
Incluso la tranquilidad emocional que supone creer en una vida después de la muerte es un arma de doble filo. ¿Perdería la vida su propósito si dejáramos de existir cuando muere nuestro cerebro? Al contrario, nada da más sentido a la vida que percatarse de que cada momento de sensibilidad es un don precioso. ¿Cuántas peleas se han evitado, cuántas amistades han renacido, cuántas horas no se han dilapidado, cuántos gestos de afecto se han hecho porque a veces nos acordamos de que «la vida es breve»?
Las personas que se deprimen al pensar que todo lo que nos mueve es el egoísmo confunden la causalidad última (por qué algo evolucionó por la selección natural) con la causalidad próxima (cómo funciona ese ente aquí y ahora). La confusión es natural porque las dos explicaciones pueden parecerse mucho.
Ninguna criatura racional equipada con la circuitería para comprender el concepto «2» y el concepto de adición podría descubrir que 2 más 1 es igual a algo que no sea 3. Por esta razón esperamos que en las distintas culturas, e incluso en diferentes planetas, surjan cuerpos de resultados matemáticos similares. De ser así, el sentido del número evolucionó para abstraer del mundo unas verdades que existen independientemente de las mentes que las comprenden.
Pero el hecho de que el mundo que conocemos sea un constructo de nuestro cerebro no significa que sea un constructo arbitrario -un fantasma creado por las expectativas o el contexto social-. Nuestro sistema perceptivo está diseñado para registrar aspectos del mundo exterior que fueron importantes para nuestra supervivencia, como los tamaños, las formas y los materiales de los objetos.
Hace décadas que los psicólogos cognitivos estudian la formación de conceptos, y su conclusión es que la mayoría de éstos toman las categorías de objetos del mundo en cierto modo existentes antes de que nos detuviéramos a pensar en ellos.
Con algunas excepciones importantes, de hecho, los estereotipos no son inexactos cuando se evalúan con unos puntos de referencia objetivos, tales como las cifras del censo o los datos de las propias personas clasificadas en estereotipos.
Los estereotipos que se refieren a las personas normalmente coinciden con las estadísticas, y en muchos casos su tendenciosidad es la de subestimar las diferencias reales que existen entre los sexos o los grupos étnicos.
¿Qué hace que los estereotipos sean estadísticamente exactos? Una es que los estudios científicos contemporáneos sobre las diferencias entre los sexos no se pueden descartar porque algunas de sus conclusiones coincidan con determinados estereotipos sobre los hombres y las mujeres. Ciertas partes de esos estereotipos pueden ser falsas, pero el simple hecho de que sean estereotipos no demuestra que sean falsos en todos los sentidos.
El lenguaje es la magnífica facultad que usamos para que los pensamientos vayan de una cabeza a otra, y podemos emplearla para que nos ayude de muchas formas en nuestros pensamientos. Pero no es lo mismo que el pensamiento, ni lo único que separa a los humanos de otros animales, ni la base de toda cultura, ni una prisión de la que no se pueda escapar, ni un acuerdo vinculante, ni los límites de nuestro mundo, ni lo que determina lo que se pueda imaginar.
Todos somos capaces de distinguir los mundos de ficción de los reales, como vemos cuando un niño de dos años simula en sus juegos que un plátano es un teléfono, pero al mismo tiempo comprende que un plátano no es literalmente un teléfono. Los científicos cognitivos creen que la capacidad para albergar proposiciones sin creérselas necesariamente -para distinguir «John cree que existe Santa Claus» de «Existe Santa Claus»- es una capacidad fundamental de la cognición humana: Muchos piensan que en la base del síndrome que llamamos «esquizofrenia» hay un trastorno de esta capacidad.
Dado que las imágenes se interpretan en el contexto de una comprensión más profunda de las personas y sus relaciones, la «crisis de la representación», con su paranoia sobre la manipulación que las imágenes de los medios de comunicación hacen de nuestra mente, resulta desmedida. Las personas no están irremediablemente programadas con imágenes; pueden evaluar e interpretar lo que ven utilizando para ello todo lo demás que saben, por ejemplo, la credibilidad y los motivos de la fuente.
La idea de que los clichés visuales configuran las creencias es a la vez excesivamente pesimista, porque supone que las personas se encuentran irremediablemente aprisionadas en los estereotipos recibidos, y excesivamente optimista, porque supone que si uno pudiera cambiar las imágenes, podría cambiar las creencias.
Estas formas de conocer y estas intuiciones primordiales son adecuadas para el estilo de vida de grupos reducidos de personas carentes de alfabeto y de Estado, que viven de la tierra y de su ingenio, y dependen de lo que puedan acarrear. Nuestros ancestros abandonaron este modo de vida por una existencia sedentaria hace sólo unos pocos miles de años, demasiado pocos para que la evolución haya podido hacer grandes cosas en nuestro cerebro, si es que ha hecho algo. Brillan por su ausencia unas facultades apropiadas para la nueva y sensacional comprensión del mundo que la ciencia y la tecnología han propiciado.
La educación no consiste ni en escribir en un papel en blanco -una tabla rasa-, ni en dejar que florezca la nobleza del niño. Al contrario, la educación es una tecnología que intenta compensar aquello para lo que la mente humana es de por sí poco apropiada. Los niños no tienen que ir a la escuela para aprender a andar, hablar, reconocer los objetos o recordar la personalidad de sus amigos, aunque estas tareas son mucho más difíciles que leer, sumar o recordar fechas históricas. Sí tienen que ir a la escuela para aprender la lengua escrita, la aritmética y la ciencia, porque estos cuerpos de conocimientos y de habilidades se inventaron hace demasiado poco como para que se haya desarrollado cualquier habilidad especial y específica para ellos y que esté presente en toda la especie.
Así pues, los niños, lejos de ser receptáculos vacíos o aprendices universales, están equipados con una caja de herramientas llena de utensilios para razonar y aprender de determinadas formas, y hay que saber emplear esos utensilios para dominar problemas para los que no fueron diseñados. Esto no sólo exige insertar nuevos hechos y nuevas destrezas en la mente de los niños, sino también depurar e inutilizar los viejos. Los alumnos no pueden aprender la física de Newton hasta que desaprendan su física intuitiva basada en el ímpetu. No pueden aprender la biología moderna hasta que desaprendan su biología intuitiva, que piensa en términos de esencias vitales. Y no pueden aprender la evolución hasta que desaprendan su ingeniería intuitiva, que atribuye un plan a las intenciones de un diseñador.
Dado que gran parte del contenido de la educación no es cognitivamente natural, puede ser que el proceso de dominarlo no siempre sea fácil y agradable, pese al mantra que asegura que aprender es divertido. Los niños pueden estar motivados innatamente para hacer amigos, alcanzar un estatus, afinar las destrezas motrices y explorar el mundo físico, pero no están necesariamente motivados para adaptar sus facultades cognitivas a tareas nada naturales como las matemáticas formales.
Pero del mismo modo que el microscopio desvela que un filo agudo en realidad está lleno de muescas, la investigación sobre la reproducción humana muestra que el «momento de la concepción» no es un momento en absoluto. A veces penetran la membrana externa del óvulo varios espermatozoides, y se requiere cierto tiempo para que el óvulo expulse los cromosomas de más. Incluso cuando penetra un solo espermatozoide, sus genes permanecen separados de los del óvulo durante un día o más, y se necesita otro día más o menos para que el genoma recién surgido controle la célula. De modo que el «momento» de la concepción en realidad es un hecho que abarca entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Además, el conceptus no está destinado a convertirse en un bebé. Entre dos tercios y tres cuartas partes de ellos nunca llegan a implantarse en el útero y se produce un aborto espontáneo, en algunos casos porque son genéticamente defectuosos, y, en otros, por alguna razón que no podemos identificar.
La creencia en que en los cuerpos anida un alma no sólo es un producto de la doctrina religiosa, sino que está incrustada en la psicología de las personas y tiende a emerger siempre que éstas no digieren los descubrimientos de la biología.
Entre la vida y la muerte hay muchos grados y tipos de existencia, algo que se agudizará a medida que avance la tecnología médica.
El cambio de buscar a decidir esas líneas divisorias constituye una revolución conceptual de dimensiones copernicanas. Pero la antigua conceptualización, que equivale a intentar localizar el momento en que el espíritu entra en la máquina, es científicamente insostenible y nada tiene que hacer en la orientación de la política en el siglo XXI.
Las personas no necesitan carbón, hilo de cobre ni papel por sí mismos; necesitan formas de calentar sus hogares, comunicarse con los demás y almacenar información. Para satisfacer estas necesidades hay que aumentar la disponibilidad de los recursos físicos. Se pueden satisfacer utilizando nuevas ideas -fórmulas, diseños o técnicas- para redisponer los recursos existentes, de modo que produzcan más de lo que queremos. Por ejemplo, al principio el petróleo era poco más que un contaminante de los pozos; luego, se convirtió en una fuente de combustible, sustituyendo al aceite de ballena, cuyas existencias menguaban. La arena se empleaba antes para fabricar cristal; hoy se utiliza para fabricar microchips y fibra óptica.
Las ideas son lo que los economistas denominan «bienes no rivales». Los bienes rivales, como los alimentos, los carburantes y las herramientas, están hechos de materia y energía. Si una persona los usa, no los pueden usar otras personas, como bien dice el refrán: «No se puede comer el pastel y tenerlo». En cambio, las ideas están hechas de información, que se puede duplicar a un precio insignificante. Una receta para elaborar pan, el plano de un edificio, una técnica para el cultivo del arroz, la fórmula de un fármaco, una ley científica útil o un programa informático se pueden desvelar sin que haya que privarle de nada a su creador. La aparentemente mágica proliferación de bienes no rivales nos enfrenta hoy a problemas nuevos relativos a la propiedad intelectual, mientras intentamos adaptar un sistema legal basado en la propiedad material al problema de la propiedad de la información -por ejemplo, de las grabaciones musicales-, que se puede compartir fácilmente a través de Internet.
La inteligencia práctica humana pudo haber evolucionado con el lenguaje (que permite que las técnicas se puedan compartir a un precio muy bajo) y con la cognición social (que permite que las personas cooperen sin que se les engañe), produciendo así una especie que literalmente vive del poder de las ideas.
En principio al menos, el poder exponencial de la cognición humana funciona a la misma escala que el crecimiento de la población humana, y podemos resolver la paradoja del desastre malthusiano que nunca se produjo.
Tenemos todas las razones para pensar que las mejores teorías de la física son ciertas, pero nos ofrecen una imagen de la realidad que las intuiciones sobre el espacio, el tiempo y la materia que se desarrollaron en el cerebro de los primates de tamaño medio no entienden.
Tenemos todas las razones para pensar que la conciencia y la toma de decisiones surgen de una actividad electroquímica de las redes neuronales del cerebro. Pero cómo unas moléculas en movimiento producen unos sentimientos subjetivos (en oposición a simples cálculos inteligentes) y cómo elaboran decisiones que tomamos libremente (en oposición a una conducta causada) siguen siendo enigmas para nuestra psique pleistocena.
Nuestra mente está adaptada a un mundo que ya no existe, es proclive a unos malentendidos que sólo se pueden corregir mediante una ardua educación y está condenada a la perplejidad ante las preguntas más profundas que podamos considerar.
Asimismo, la costumbre de los padres de legar su riqueza a sus hijos es uno de los mayores impedimentos para una sociedad económicamente igualitaria.
B. F. Skinner, maoísta él, decía en los años setenta que había que recompensar a las personas por comer en grandes comedores comunales y no en casa con su familia, porque la ratio entre superficie y volumen de los grandes pucheros es menor que la de los pucheros pequeños, y por consiguiente los primeros son más eficientes en lo que se refiere a la energía.
El conflicto inherente a las familias no significa que los lazos familiares sean menos esenciales para la existencia humana. Sólo implica que el equilibrio de intereses opuestos que rige todas las interacciones humanas no acaba a la puerta del hogar familiar.
Dado que para hacer un bebé nuevo se necesita un miembro de cada sexo, el acceso a las hembras es el recurso que los machos tienen limitado en la reproducción. Para que el macho maximice el número de sus descendientes ha de aparearse con el mayor número posible de hembras; para que la hembra maximice el número de sus descendientes, ha de aparearse con el macho de mejor calidad disponible. Esto explica las dos diferencias sexuales más extendidas en muchas especies del reino animal: los machos compiten, las hembras eligen; los machos buscan la cantidad, las hembras, la calidad.
Las inversiones mínimas del hombre y de la mujer son desiguales, porque la madre puede tener un hijo cuyo padre haya huido, en cambio no puede ocurrir al revés. Sin embargo, la inversión del hombre es mayor que cero, lo cual significa que las mujeres también habrán de competir en el mercado del apareamiento, aunque deberán hacerlo por los machos que más proclives sean a invertir (y aquellos de mejor calidad genética), más que por los que más dispuestos estén a copular.
La evolución de los celos sexuales del macho, surgidos para evitar que su mujer tenga un hijo de otro hombre. Los celos de las mujeres se orientan más a evitar la pérdida del afecto del hombre, una señal de que éste está dispuesto a invertir en los hijos de otra mujer a expensas de los de la esposa.
Las personas pueden practicar el sexo en privado por la misma razón que en tiempos de hambre comen en privado: para evitar provocar una envidia peligrosa.
Tal vez todos seamos capaces de ser santos o pecadores, dependiendo de las tentaciones y las amenazas a que nos enfrentemos. Tal vez la educación o las costumbres del grupo al que pertenecemos nos coloquen en uno de esos caminos muy pronto en la vida. Quizá escojamos ese camino muy pronto porque estamos dotados de una serie de estrategias condicionales sobre cómo desarrollar la personalidad: si descubres que eres atractivo y encantador, intenta ser manipulador; si eres fuerte y autoritario, intenta acosar a los demás; si estás rodeado de personas generosas, intenta serlo tú también; etc. Quizás estemos predispuestos por nuestros genes a ser más o menos agradables o desagradables. Tal vez el desarrollo humano es una lotería, y el destino nos asigna una personalidad al azar. Lo más probable es que nuestras diferencias procedan de varias de estas fuerzas o de algún híbrido que de ellas nazca. Por ejemplo, todos podemos desarrollar un sentimiento de generosidad si contamos con amigos y vecinos suficientes que sean generosos, pero el umbral del multiplicador de esta función puede diferir entre nosotros genéticamente o de forma aleatoria: algunas personas necesitan sólo unos cuantos vecinos amables para ser amables, mientras que otros necesitan muchos más.
Los análisis estadísticos demuestran que un psicópata, más que situarse en el extremo de uno o dos rasgos, posee un grupo de rasgos distintivos (un encanto superficial, impulsividad, irresponsabilidad, crueldad, ausencia de sentimiento de culpa, mendacidad y tendencia a la explotación) que le sitúan al margen del resto de la población.
El autoengaño es una de las raíces más profundas de los conflictos y la locura humanos. Implica que se calibran mal las facultades que nos deberían permitir dirimir nuestras diferencias -buscar la verdad y debatirla racionalmente-, de modo que todas las partes se consideran más inteligentes, más capaces y más nobles delo que en realidad son. Todas las partes que intervienen en una discusión pueden creer sinceramente que la lógica y las pruebas están de su parte y que sus oponentes se confunden, no son honrados o ambas cosas.
Interpretar las esferas morales no como variantes culturales arbitrarias, sino como facultades mentales universales con diferentes orígenes y facultades evolutivos.
Las personas también confunden la moral con la pureza, incluso en el Occidente secular.
Al mismo tiempo, se han amoralizado muchas conductas, que, a los ojos de muchas personas, han pasado de ser errores morales a ser decisiones sobre el modo de vida. Los actos amoralizados incluyen el divorcio, los hijos ilegítimos, las madres que trabajan fuera de casa, el consumo de marihuana, la homosexualidad, la masturbación, la sodomía, el sexo oral, el ateísmo y cualquier práctica de una cultura no occidental.
Los puritanos y quienes profesan las ideas convencionales de la clase media han sido sustituidos por los activistas que anhelan un Estado protector y por las ciudades universitarias que simulan intervenir en política exterior, pero la psicología de la moralización es la misma.
Ser conscientes de la psicología de la moralización no tiene por qué hacernos moralmente obtusos. Al contrario, nos puede advertir de la posibilidad de que la decisión de tratar un acto desde el punto de vista de la virtud y el pecado, y no desde el de los costes y los beneficios, se haga por razones moralmente inapropiadas -en particular, si los santos y los pecadores estarían en la coalición de uno o en la de otro-.
Según la biología evolutiva, todas las sociedades -animales y humanas- están plagadas de conflictos de intereses y se mantienen unidas gracias a las combinaciones cambiantes de dominio y cooperación.
Las ciencias sociales fueron absorbidas por la doctrina de que los hechos sociales viven en su propio universo, separados del universo de las mentes individuales.
Los liberales son liberales con el comportamiento sexual pero no con las prácticas empresariales; los conservadores quieren conservar las comunidades y las tradiciones, pero también están a favor de la economía de mercado libre, que socava las bases de ambas.
Si la inteligencia fuera completamente adquirida, entonces las políticas de igualdad de oportunidades bastarían para garantizar una distribución equitativa de la riqueza y el poder. Pero si algunas almas tienen la desgracia de nacer con una inteligencia de menor capacidad, podrían caer en la pobreza sin culpa alguna por su parte, incluso en un sistema perfectamente justo de competencia económica. Si la justicia social consiste en ocuparse del bienestar de los más desfavorecidos, entonces reconocer las diferencias genéticas exige una redistribución activa de la riqueza.
La gente de menor estatus es menos sana y muere antes, y las comunidades con mayor desigualdad tienen peor salud y una esperanza de vida más corta. El estatus bajo desencadena una antigua reacción de estrés que sacrifica la reparación de los tejidos y la función inmunológica de una respuesta inmediata de luchar o huir.
En el caso de la violencia, la respuesta correcta es que ésta nada tiene que ver con la naturaleza humana, sino que es una patología causada por elementos malignos externos a nosotros. La violencia es una conducta que la cultura enseña, o una enfermedad infecciosa endémica de ciertos medios.
Los padres agresivos a menudo tienen hijos agresivos, pero quienes concluyen que la agresividad se aprende de los padres en un «ciclo de violencia» nunca contemplan la posibilidad de que las tendencias violentas se puedan heredar, como se pueden aprender.
Asimismo, los psicólogos que señalan que los hombres cometen más actos de violencia que las mujeres, y culpan de ello a una cultura de la masculinidad, llevan unas anteojeras intelectuales que no les dejan ver que los hombres y las mujeres difieren en su biología además de en sus roles sociales.
La violencia como un problema de salud pública: «La violencia se puede entender -y prevenir mejor si se ataca como si fuera una enfermedad contagiosa que se desarrolla en individuos vulnerables y en zonas deprimidas».
La historia ha demostrado que muchas personas sanas y racionales se pueden dedicar a lesionar a los demás y a destruir la propiedad porque, trágicamente, los intereses de un individuo a veces se sirven mediante el daño a otros (en especial si se eliminan las penas por dañar a los demás, una paradoja que Clark parece que pasó por alto). Los conflictos de intereses son inherentes a la condición humana, y como señalan Martin Daly y Margo Wilson: «Matar al adversario es la técnica definitiva para la resolución de un conflicto».
Cualquiera que use las palabras «violencia» y «biología» en el mismo párrafo puede verse en la sombra de la sospecha de racismo, y esto ha afectado al clima intelectual en que se debate la violencia. Nadie ha tenido problemas jamás por decir que la violencia es algo completamente aprendido.
Los psicólogos creen que los individuos propensos a la violencia tienen un perfil de personalidad distintivo. Suelen ser impulsivos, poco inteligentes, hiperactivos y de atención deficiente. Se les describe como poseedores de un «temperamento oposicional»: son reivindicativos, se enfurecen fácilmente, se resisten al control, molestan deliberadamente y son proclives a culpar de todo a otras personas. Los más crueles de ellos son psicópatas, personas que carecen de conciencia y constituyen un porcentaje sustancial de los asesinos. Estos rasgos aparecen en la primera infancia, persisten a lo largo de toda la vida y son en gran medida hereditarios, aunque nunca del todo.
Aunque los grupos étnicos difieren hoy en sus índices medios de violencia, las diferencias no exigen una explicación genética, porque el índice de un grupo en un periodo histórico puede coincidir con el de otro grupo en otro periodo histórico.
En realidad, si el cerebro está equipado con estrategias para la violencia, son estrategias contingentes, conectadas a una circuitería complicada que calcula cuándo y dónde se han de aplicar. Los animales aplican la agresividad de formas muy selectivas, y los humanos, cuyo sistema límbico está enredado en los enormes lóbulos frontales, son aún más calculadores, qué duda cabe. Hoy, la mayoría de las personas viven su madurez sin pulsar nunca el botón que activa la violencia.
«Los bebés no se matan entre sí porque no dejamos que puedan acceder a los cuchillos y las armas. La pregunta [...] que llevamos treinta años intentando responder es cómo aprenden los niños a ser agresivos. [Pero] es una pregunta equivocada. La pregunta correcta es cómo aprenden a no serlo.
Más en general, que a un modo de pensar violento se le llame «heroico» o «patológico» a menudo depende de quién haya sido el perjudicado. Luchador por la libertad o terrorista, Robin Hood o ladrón, Ángel de la Guarda o miembro de una patrulla parapolicial, mártir o kamikaze, general o dirigente de una banda: son juicios de valor, no clasificaciones científicas. Dudo de que el cerebro o los genes de la mayoría de los protagonistas alabados difieran de los de sus homólogos vilipendiados.
La violencia es un problema social y político, y no sólo un problema biológico y psicológico. No obstante, los fenómenos que llamamos «sociales» y «políticos» no son acontecimientos externos que afecten de forma misteriosa a los asuntos humanos como si se tratara de unas manchas solares; son interpretaciones compartidas entre los individuos en un determinado momento y un determinado lugar. De modo que no se puede entender la violencia sin una comprensión general de la mente humana.
En la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de las peleas. En primer lugar, la competencia; segundo, la inseguridad; tercero, la gloria. La primera hace que los hombres invadan por la ganancia; la segunda, por la seguridad; y la tercera, por la reputación. La primera usa la violencia para adueñarse de las personas, las mujeres, los hijos y el ganado de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, por nimiedades, como una palabra, una sonrisa, una opinión diferente y cualquier otro signo de menosprecio, sea en relación directa con sus personas, o de forma refleja con sus familiares, sus amigos, su país, su profesión o su nombre.
El énfasis en el carácter ilimitado de la racionalidad resuena en el descubrimiento de la ciencia cognitiva de que la mente es un sistema combinatorio y recursivo. No sólo tenemos pensamientos, sino que tenemos pensamientos sobre nuestros pensamientos, y pensamientos sobre nuestros pensamientos sobre nuestros pensamientos. De esta capacidad dependen los avances en la solución de conflictos que hemos visto en este capítulo: el sometimiento al imperio de la ley, buscar la forma de que dos partes cedan sin desprestigiarse, reconocer la posibilidad del propio autoengaño, aceptar la equivalencia de los propios intereses y los de los demás.
El hecho de que muchas diferencias de sexo tengan sus raíces en la biología no significa, por supuesto, que un sexo sea superior, que las diferencias se produzcan en todas las personas y en todas las circunstancias, que la discriminación de un persona basada en el sexo esté justificada, ni que haya que obligar a las personas a hacer las cosas típicas de su sexo. Pero las diferencias tampoco carecen de consecuencias.
No tiene sentido la pregunta de si las mujeres están «cualificadas» para ser científicas, directoras ejecutivas, dirigentes de los países o profesionales de elite de cualquier tipo. Se respondió definitivamente hace años: unas sí y otras no, igual que unos hombres están cualificados y otros no. La única pregunta es si las proporciones de hombres y mujeres cualificados han de ser idénticas.
Las personas varían en los rasgos relevantes para el trabajo. La mayoría sabe pensar de forma lógica, trabajar con personas, tolerar el conflicto o un entorno desagradable, etc., pero no en la misma medida; cada uno tiene un perfil exclusivo de virtudes y defectos. Dadas todas las pruebas de las diferencias de sexo (unas biológicas, otras culturales y otras mixtas), no es probable que la distribución de estas virtudes y estos defectos entre hombres y mujeres sea idéntica. Si uno busca la correspondencia entre la distribución de los rasgos de hombres y mujeres y la distribución de las demandas de los empleos en la economía, la probabilidad de que el porcentaje de hombres y mujeres en cada profesión sea idéntico, o de que el salario medio de unos y otras sea idéntico, se acerca mucho a cero, aun en el caso de que no existieran barreras ni discriminación.
«Si se insiste en usar la paridad de género como medida de la justicia social, significa que hay que impedir a hombres y mujeres que realicen el trabajo que más les guste y obligarles a trabajar en lo que no les gusta».
El hecho de que la violación tenga algo que ver con la violencia no significa que no tenga nada que ver con el sexo, del mismo modo que el hecho de que el robo a mano armada tenga que ver con la violencia no significa que no tenga nada que ver con la codicia. Los hombres perversos emplean la violencia para conseguir el sexo, como usan la violencia para conseguir otras cosas que quieren.
Los genes de toda persona se llevan en los cuerpos de otras personas, la mitad de las cuales son del otro sexo.
Si a alguien favorece la idea de que la mayoría de los hombres tienen la capacidad de violar es a las mujeres, porque exige estar atentos a la violación por parte de amigos, a la violación marital y a la violación en situaciones de descomposición social.
Es posible que la sexualidad humana evolucionara en un mundo en que las mujeres discriminaban más que los hombres en la búsqueda de las parejas y los momentos para el apareamiento. Esto habría llevado a los hombres a tratar la reticencia femenina como un obstáculo que había que superar. (Otra forma de decirlo es que se puede imaginar una especie en la que el macho pudiera interesarse sexualmente sólo si detectara signos recíprocos de interés en la hembra, pero no parece que los humanos sean una especie de este tipo.) Cómo se supere la reticencia de la mujer depende del resto de la psicología del hombre y de la evaluación que haga de las circunstancias. La táctica habitual del hombre puede incluir el ser amable, convencer a la mujer de sus buenas intenciones y ofrecer la proverbial botella de vino, pero se puede hacer progresivamente coercitiva a medida que se multiplican determinados factores de riesgo: el hombre es un psicópata (y, por lo tanto, insensible ante el sufrimiento de los demás), un marginado (y, por lo tanto, inmune al ostracismo), un perdedor (sin otro recurso para conseguir el sexo), o un soldado o agitador de causas étnicas que considera inhumano al enemigo y piensa que puede someterle.
Por supuesto que las mujeres tienen derecho a vestirse como les dé la gana, pero la cuestión no es a qué tienen derecho las mujeres en un mundo perfecto, sino cómo pueden maximizar su seguridad en este mundo. La indicación de que las mujeres que se encuentran en situaciones peligrosas deben cuidar las reacciones que puedan estar provocando o las señales que inadvertidamente puedan estar mandando es algo de sentido común, y es difícil creer que una persona adulta pueda pensar lo contrario -a menos que la hayan adoctrinado los programas estándar de prevención de la violación en los que se dice a las mujeres que «la agresión sexual no es un acto de gratificación sexual» y que «el aspecto y el atractivo no son relevantes».
Se considera que el tratamiento ha tenido éxito cuando los delincuentes espabilados aprenden a repetir los eslóganes feministas como corresponde, con lo que pueden conseguir salir antes de la cárcel y tener oportunidad de buscar una nueva presa.
El feminismo como movimiento a favor de la igualdad política y social es importante, no así el feminismo como camarilla académica entregada a doctrinas excéntricas sobre la naturaleza humana. Eliminar la discriminación contra las mujeres es importante, no así pensar que mujeres y hombres nacen con unas mentes indistinguibles. La libertad de decisión es importante, no así asegurar que las mujeres constituyan exactamente el 50% en todas las profesiones. Y eliminar las agresiones sexuales es importante, pero no así defender la teoría de que los violadores desempeñan su papel en una vasta conspiración masculina.
Las tres leyes de la genética conductual:
- Primera ley: todos los rasgos conductuales humanos son hereditarios.
- Segunda ley: el efecto de criarse en una misma familia es menor que el efecto de los genes.
- Tercera ley: una porción sustancial de la variación en los rasgos conductuales humanos complejos no se explica por los efectos de los genes ni de las familias.
Un resumen convencional es que más o menos la mitad de la variación en la inteligencia, la personalidad y los resultados en la vida es hereditaria -un correlato o un producto indirecto de los genes-.
Los rasgos conductuales concretos que dependen de forma manifiesta del contenido que ofrecen el hogar y la cultura no son, por supuesto, en modo alguno hereditarios: la lengua que uno habla, la religión que profesa, el partido político al que pertenece. Pero los rasgos conductuales que reflejan los talentos y los temperamentos subyacentes son hereditarios: la competencia que uno tiene en el lenguaje, su religiosidad, su talante liberal o conservador. La inteligencia general es hereditaria, como lo son las cinco principales variaciones posibles de la personalidad (que se resumen en el acrónimo inglés OCEAN): actitud abierta a la experiencia (openness to experience), escrupulosidad (conscientiousness), extroversión-introversión, antagonismo-agradabilidad y neuroticismo. Y resulta que rasgos que son sorprendentemente específicos también son hereditarios, por ejemplo, la dependencia de la nicotina o el alcohol, el número de horas que se pasa ante el televisor y la probabilidad de divorciarse.
La altura y el aspecto son evidentemente hereditarios, de modo que si no conociéramos los efectos del aspecto, podríamos pensar que el éxito de esas personas procede directamente de sus genes de la ambición y de la seguridad en sí mismo, cuando en realidad procede indirectamente de los genes que procuran las piernas largas y la nariz afilada. La moraleja es que la heredabilidad se ha de interpretar siempre a la luz de todas las pruebas; no oculta su significado en la manga.
Un resumen práctico de las tres leyes es el siguiente: los genes, el 50%; el medio compartido, el 0%; el medio exclusivo, el 50% (o si uno desea ser generoso: los genes, el 40-50%; el medio compartido, el 0-10%; el medio exclusivo, el 50%). Una forma sencilla de recordar lo que intentamos explicar es ésta: los gemelos univitelinos son similares en un 50% tanto si crecen juntos como si lo hacen separados.
Aun en el caso de que no existiera la herencia, una correlación entre padres e hijos no implicaría que las prácticas parentales configuran a los hijos. Podría implicar que los hijos configuran las prácticas parentales(32). Como saben todo padre o toda madre que tengan más de un hijo, los hijos no son un montón de materia prima a la espera de que se les dé forma. Son personas pequeñas, nacidas con una personalidad. Y las personas reaccionan ante la personalidad de otras personas, también cuando una es el padre y la otra, el hijo. Los padres de un hijo cariñoso pueden corresponder a ese cariño y, con ello, actuar de distinta forma que los padres de un hijo que evita sus besos y se los limpia.
Es posible que la ausencia del padre no sea una causa de los problemas del adolescente, sino un correlato de las auténticas causas, entre las que pueden estar la pobreza, un vecindario con muchos hombres sin compromiso (que de hecho viven en la poligamia y, por consiguiente, compiten por el estatus), los traslados frecuentes (que obligan a los niños a empezar de cero en su relación con los grupos de iguales), y los genes que hacen tanto a los padres como a los hijos más impulsivos y agresivos.
No, no está todo en los genes; más o menos la mitad de la variación en la personalidad, la inteligencia y la conducta procede de algo que está en el entorno.
No todo está en los genes, pero lo que no está en los genes tampoco procede de los padres. La socialización -la adquisición de las normas y las destrezas necesarias para funcionar en la sociedad- tiene lugar en el grupo de iguales.
El acento de las personas casi siempre se asemeja al acento de su compañeros de infancia, no al de sus padres. Los hijos de inmigrantes adquieren perfectamente la lengua del país que les acoge, sin mostrar acento extranjero alguno, siempre y cuando tengan acceso a iguales nativos.
Los estudios confirman también lo que todo padre sabe pero ninguno se preocupa de conciliar con las teorías del desarrollo infantil: que el hecho de que los adolescentes fumen, tengan roces con la justicia o cometan delitos graves depende mucho más de lo que hacen sus iguales que de lo que hagan sus padres. Harris comenta una teoría popular según la cual los niños se hacen delincuentes para alcanzar un «estatus de madurez», es decir, el poder y el privilegio del adulto.
Es posible que el genoma humano no pueda especificar hasta la última conexión entre las neuronas. Pero el «medio», en el sentido de la información codificada por los órganos sensoriales, no es la única alternativa. Otra alternativa es el azar.
Los padres realistas serían unos padres menos angustiados. Podrían disfrutar del tiempo que pasan con sus hijos, en vez de estar siempre intentando estimularles, socializarles y mejorar su carácter. Podrían leerles cuentos por el simple placer de hacerlo, y no porque sea bueno para sus neuronas.
Nadamos en un mar de cultura, nos ahogamos en él. ¿De dónde, pues, esas lamentaciones por su crisis, su decadencia, su caída, su derrumbe, su ocaso y su muerte?
El arte está en nuestra naturaleza -en el cuerpo y en el alma, como se solía decir; en el cerebro y en los genes, como podríamos decir hoy-. En todas las sociedades, la gente baila, canta, decora las superficies y cuenta y representa historias.
Las personas son animales imaginativos que recombinan constantemente lo que ocurre ante su mente. Esta capacidad es uno de los motores de la inteligencia humana, y nos permite concebir nuevas tecnologías (por ejemplo, cómo atrapar a un animal o cómo purificar el extracto de una planta) y nuevas destrezas sociales (por ejemplo, el intercambio de promesas o la identificación de enemigos comunes). La ficción narrativa emplea esta capacidad para explorar mundos hipotéticos, sea por edificación -para ampliar el número de escenarios cuyos resultados se puedan prever-, sea por placer -para experimentar indirectamente el amor, la adulación, la exploración o la victoria-. De ahí la finalidad que Horacio asigna a la literatura: instruir y deleitar.
El modernismo y el posmodernismo se aferran a una teoría de la percepción rechazada hace ya mucho: la que afirma que los órganos sensoriales ofrecen al cerebro una paleta de colores y sonidos brutos, y que todo lo demás de la experiencia de la percepción es una construcción social aprendida. Como veíamos en los capítulos anteriores, el sistema visual del cerebro comprende unas cincuenta regiones que recogen unos píxels en bruto y sin ningún esfuerzo los organizan en superficies, colores, movimientos y objetos tridimensionales. No podemos desconectar el sistema y conseguir acceder de forma inmediata a la experiencia sensorial pura, como no podemos inutilizar el estómago y decirle cuándo ha de liberar sus enzimas digestivas.
Ser humano es estar en la tensa situación de un animal libidinoso y consciente de que ha de morir. Ninguna otra criatura terrenal sufre tal capacidad de pensamiento, tal complejidad de posibilidades avistadas y frustradas, tal inquietante habilidad para cuestionar los imperativos tribales y biológicos.
Sin una idea de verdad objetiva, la vida intelectual degenera en una batalla para dirimir quién aplica mejor la fuerza bruta para «controlar el pasado».
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